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Miguel de Azcuénaga
(1754/1833)
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Miguel de Azcuénaga era un jugador empedernido. Dejó
fortunas en juegos ilícitos. No hubo retos ni amonestaciones que lo disuadieran
de tan feo vicio.
No somos nosotros quienes lo decimos, sino don Vicente, su
padre.
Es cierto que en el Buenos Aires tardocolonial, acaso por
aburrimiento de tanto río y tanta pampa, todos jugaban. Se jugaba a las bazas,
al truquiflor, a la veintiuna, a los bolos. Caballeros y los que no lo eran se
jugaban la camisa, los calzoncillos y hasta los estribos si era necesario.
Pero, la verdad, pareciera que don Vicente exageraba un
poco. Nos parece necesario, otra vez, hacer algo de historia mínima.
Los Azcuénaga eran riquísimos, sobre todo después de que don
Vicente se había casado con María Rosa de Basalvibaso, una de las familias más
acaudaladas de la villa. Vinieron los hijos y el clan fue creciendo.
No fue raro que el pater
familias quisiese ennoblecerse fundando un mayorazgo, una disposición para perpetuar el lustre y decoro de mi familia.
Así, su primogénito heredaría la mayor parte de sus muchos bienes, con lo que se
consolidaría el linaje del vizcaíno.
No había inconvenientes. Entre los Azcuénaga no había
judíos, ni moros, ni negros. Y en la foja de servicios de Miguel decía bien
clarito: condición, noble. De ello
dieron testimonio una serie de personajones, entre ellos Cecilio Sánchez de
Velazco, padre de Mariquita Sánchez, y Pedro Díaz de Vivar, nuestro modesto
campeador.
Todo era miel sobre hojuelas. Hasta que, de repente, don
Vicente quiso revocar la donación. Que Miguel jugaba, que le contestó mal
cuando se lo reprochó, que era un rebelde, que patatín que patatán.
Sabía que la revocación no le caería bien a su primogénito.
Por eso en su testamento advirtió:...si en la prosecución del pleito el
referido don Miguel, mi hijo, se excede en palabras y razones injuriosas contra
mi honor, fama y buena reputación, o quisiere temerariamente impedir el
cumplimiento de mi última voluntad o pusiera estorbos o maquinase persecuciones
contra mis albaceas a fin de que no cumplan con sus deberes... es mi voluntad
desheredarlo.
El mayorazgo era una antigua institución que favorecía la
reproducción social de los señores feudales, algo que poco tenía que ver con el
capitalismo que asomaba en el horizonte. De hecho, en España mismo casi había
caducado.
En el Río de la Plata, los comerciantes no fundaron mayorazgos
sino que acrecentaron sus caudales casando a sus hijas con otros mercaderes. Es
lo que hizo don Vicente, que casó a Flora con el acaudalado Gaspar de Santa
Coloma, a quien nombró su albacea.
Miguel no aceptó el deseo del padre ni aun después de su deceso.
Llevó a juicio su pretensión de primogenitura. Durante más de cinco años peleó
vanamente contra su hermano Domingo y sus concuñados que, naturalmente, querían
una repartición igualitaria de la herencia.
Una década más tarde, el muy noble señor Miguel de
Azcuénaga, que se creía con derecho al aristocrático mayorazgo, se convirtió en
vocal de la democrática Junta que será conocida como la Primera. Toda una contradicción.