“Los médicos no me dan
respuestas. Hablan con metáforas”. Así hablaba una joven que pedía una muerte digna.
No la tuvo, al morir pesaba 18 kilos. Por fortuna, ahora la dignidad última se discute
en el Senado.
Sólo a los seres humanos nos es difícil
morir. Sobre todo en estos tiempos en los que la tecnología abre la posibilidad
de un encarnizamiento terapéutico más allá de los límites de un cuerpo que no
quiere más. Morimos solos, desnudos bajo una sábana blanca, iluminados injuriosamente
por la luz blanca de la terapia intensiva.
No siempre fue así. Hubo un
tiempo en que moríamos en la misma cama en que habíamos nacido, rodeados de los que queríamos, creyendo en
un trasmundo. “En las sociedades tradicionales –decíamos en nuestro libro Vivir la muerte. Historias de vida y de muerte entre 1610 y 1810- la muerte era una cosa
natural. Lo que sobraba era el dolor inútil. Por eso cuando alguien agonizaba
padeciendo en vano era corriente que se llamara al despenador. Era el modo en que los vivos facilitaban el paso de los
que casi ya no lo eran al más allá”.