Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 23 de mayo de 2015

¿El pueblo dónde estaba?


La galería que formaban los arcos de la planta alta fue más 
importante el 25 de mayo de 1810 que la Plaza de la  Victoria,  
ocupada sólo esporádicamente  durante la larga jornada 
lluviosa. Esos corredores fueron asaltados por  “las gentes”, 
que la  emprendieron a los golpes contra las  puertas  cerradas 
de la Sala Capitular ubicada en los altos  del Cabildo. 
(Daguerrotipo de Charles DeForest Fredrik, circa  1852)

Es muy probable que el cabo Agustín Quiñones no haya ido a la plaza aquel 25 de mayo de 1810. Debía estar acuartelado a una cuadra de allí, en el acantonamiento de las Temporalidades (actualmente Colegio Nacional de Buenos Aires), al lado de San Ignacio, a la espera de las órdenes de Saavedra.
La verdad, no había nadie. Todas las puertas y las ventanas estaban cerradas -contó Manuel de Pueyrredón, el sobrino de Juan Martín. Ni un alma se veía en las calles, el día era oscuro, una neblina densa cubría el horizonte. Todo ocurría en la galería de los altos del Cabildo.
No hay más que leer el acta oficial: “…ocurrió multitud de gente a los corredores de las casas capitulares, y algunos individuos en clase de diputados se apersonaron en la Sala exponiendo que el pueblo se hallaba disgustado y en conmoción”. Y los comandantes declararon que ya no podían sostener el gobierno. Ahí fueron los descomedidos golpes en las puertas y la grita de querer saber qué se trataba.
Los capitulares pidieron que se presentase un escrito para proceder sin “el escandaloso alboroto”. El documento estaba hecho y firmado (“en pliegos separados”, como admitiera Vicente Fidel López) por vecinos, religiosos y comandantes. Antes de entregárselo a French para que lo llevara al Cabildo, “se le hicieron algunas adiciones y aclaraciones para que quedara más terminante”, reconoció López.
No alcanzó. Los capitulares “les advirtieron que congregasen al pueblo en la plaza, pues que el Cabildo debía asegurar del mismo pueblo si ratificaba el contenido de aquel escrito”. Ofrecieron ejecutarlo así y se retiraron.
Pasó un largo rato. Julián de Leiva, el caballero Síndico Procurador General, salió al balcón principal. “Viendo congregado un pequeño número de pueblo”, preguntó con cierta ironía: ¿Dónde está el pueblo?
Eso ya pasa de juguete, le contestaron. “Si hasta entonces se había procedido con prudencia porque la ciudad no experimentase desastres, sería ya preciso echar mano a los medios de violencia; que las gentes, por ser hora inoportuna, se habían retirado a sus casas; que se tocase la campana de Cabildo, y que el pueblo se congregase en aquel lugar para satisfacción del Ayuntamiento; y que si por falta del badajo no se hacía uso de la campana, mandarían ellos tocar generala [alerta militar], y que se abriesen los cuarteles, en cuyo caso sufriría la ciudad lo que hasta entonces se había procurado evitar”.
Claro como el agua clara: las “gentes” estaban en sus casas y las tropas en los cuarteles. Estaban disponibles, bastaba tocar a generala para desatar la violencia hasta entonces contenida.
Lo dicen quienes vivieron aquel 25 de mayo. Como el memorialista Juan Manuel Beruti: “…las tropas estuvieron en sus cuarteles, y no salieron de ellos hasta estar todo concluido, y a la plaza no asistió más pueblo que los convocados para el caso [los 251 vecinos “respetables”]…”. El historiador Vicente Fidel López: “La verdad es que había poco pueblo”.
Y sí, hubo poco pueblo. Ya vendrían los tiempos en los que el pueblo (en sus múltiples acepciones de bajo pueblo, plebe, el común o como se quiera) intervendría activamente en los conflictos políticos. Entre 1810 y 1820, saldría tumultuosamente a las calles.
No hay que ir muy lejos. En abril de 1811, los orilleros, los hombres de poncho y chiripá que venían de las quintas suburbanas, pusieron en caja a los morenistas. En diciembre, el llamado motín de las trenzas encubrió otros resquemores, esta vez rivadavianos.
Agustín Quiñones, aquel cabo que el 25 de mayo de 1810 estaba disponible en el cuartel de los Patricios, participó del motín. Fue fusilado en la plaza de Armas una madrugada del 11 de diciembre de 1811 junto a otros diez camaradas. Su cuerpo fue colgado a la exposición pública para que la sociedad aprendiera qué pasa cuando el bajo pueblo se mete donde no lo llaman.