La morte della Vergine, Caravaggio Museo del Louvre, 1606 |
La Virgen está muerta. La luz cae, lúcida, sobre María. Y sobre la otra María, María Magdalena, que rehúsa el rostro. El resto es oscuridad, una oscuridad roja como ese telón rojo que teatraliza la escena tenebrosa.
Los carmelitas, que le pidieron el óleo monumental (tiene más de 3 metros de alto y dos metros y medio de ancho), lo rechazaron, escandalizados. No era para menos. En María no hay nada sagrado. Tiene los pies hinchados. El vientre abultado. La mano muerta apunta a la tierra, no al cielo. Cuesta ver el sutil halo de la santidad.
El arte sacro es para con-mover al creyente, para moverlo a la fe. Y aquí no hay más que una mujer de pueblo muerta.
De allí las murmuraciones. Que la modelo era un ahogada en el Tevere, por eso el vientre hinchado. Que no, que el vientre indicaba la gravidez, ese atributo místico y contradictorio de la virginidad. Que tampoco, que la que posó era Lena, la amante puta del pintor.
Y, en todo caso, esa muerte no ha sido la dormición, ese tránsito leve e indoloro, que cualquiera sabe que atravesó la Virgen. De nuevo, que no. Que, así como antes se mostraban los genitales de Cristo para probar su condición de hijo de hombre, María también.
En fin, que es una muerte, no una asunción. Recién en 1950, Pío XII declaró ser dogma que María fue asunta en cuerpo y alma. En cuerpo, repetimos, y alma. Puede que en este lienzo esté el cuerpo, pero seguro que no está el alma. Qué se podía esperar de Michelangelo Merisi, il Caravaggio, que se pasaba retratando los hombres y las mujeres del Trastevere.