Era una vergüenza. Cuando el tranvía pasaba por Almirante
Brown y Martín García, los desprevenidos pasajeros tenían que tolerar a los que
salían del mingitorio con la bragueta abierta, abrochándose descuidadamente. Un
atentado a la moral y al pudor.
En Buenos Aires hubo mingitorios (del latín mingĕre,
mear) públicos hasta 1926. Los había en Callao y Santa Fe, en plaza Once de
Septiembre, en Viamonte, al lado del teatro Colón. Los primeros se instalaron
en el Paseo de Julio a fines del siglo XIX. Eran como quioscos que imitaban a
los parisinos. Y, desde luego, tenían anchos zócalos abiertos para prevenir
encuentros inmorales.
Pero los zócalos no impedían que los señores salieran a
menudo con la bragueta desabrochada (los botones sin abrochar, puesto que en ese entonces no había
cremalleras).
Curiosa palabra, “bragueta”. Viene de “braga”, que tiene dos
acepciones. Antiguamente, La pieza de la armadura que cubría las partes
naturales del caballero. Y, contemporáneamente, la prenda interior femenina. La bombacha, bah.
De modo que el término “bragueta”, tan viril como suena, es por lo menos ambiguo.
Como fuere, en marzo de 1900 Caras y Caretas publicaba una caricatura con el epígrafe: “Abróchese
antes de salir”. Y un señor en un mingitorio que, escrupulosamente, se ataba… los cordones de
los zapatos.