María
Constancia Macorina Caraza Valdés o
María Macorina Calvo Nodarse (1892/1977)
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Está hecha de la
espuma de las olas del Malecón de La Habana. Se alza sobre la ola de su
leyenda, pero el viento se la lleva, la devuelve al mar y todo vuelve a
empezar; un mito que, como todo mito, es circular.
María Constancia
Valdés (1892/1977) se hacía llamar María Calvo Nodarse (No-darse,
ella, que tanto se había dado).
Macorina, le
decían, pero por error. Una noche, en el Paseo del Prado, un borracho la
confundió con la cupletista Fornarina y con la boca pastosa gritó: ¡Ahí va la Macorina!
Aquella equivocación le quedó para siempre.
Chavela Vargas dijo
haberla conocido: “…una mulata hija de negra y un chino; un ejemplar femenino
que solamente lo he visto en Cuba. Macorina tenía un color de piel exacto a la
hoja de tabaco. Sus ojos eran verdes y tenía cabellos lacios que le llegaban a
la cintura”. Mentira, la licencia de conducir (la primera que tuvo una mujer en
la isla, por eso el Cundo la pintó en su descapotable) la muestra blanca blanquísima,
con el pelo negro a la garçon.
Nada en la Macorina
era cierto. Sólo su leyenda.
Se rumoreaba que era
la amante del mayor general José Miguel Gómez, que tiene un fastuoso monumento
en La Habana, como si los cubanos no pudieran olvidarse de aquel liberal que
fue su segundo presidente. Tiburón, le decían porque en sus papeletas
electorales rezaba: “Ya sea gente pobre o gente rica, / todos copian de un
mismo refranero: / Se baña el tiburón, pero salpica”. El tiburón mordía del
erario público, pero también salpicaba a sus acólitos.
Acaso por consejo
de Macorina, el mayor general autorizó la riña de gallos en La Habana. Pero no
era por sus recomendaciones que andaba con ella. Andaba porque al ver su “talle
tan fino, las cañas azucareras se echaban por el camino para que tú la molieras
como si fueras un molino”. Al menos eso escribió Alfonso Camín, que durante
años fue famoso por la canción que cantó Chavela como ninguna (ver más información).
O tal vez porque al
salón de Macorina concurrían los brujos de la Regla Kimbisa, de la religión de
origen congoleño Palo Monte. Allí eran discretamente abordados por los políticos
que necesitaban algún “trabajo”; quién sabe si el Tiburón no habrá encargado más
de uno.
Aquella Dama de las
Camelias tropical conoció la gloria corrupta de los haciendas de azúcar y la devastación
de la vejez que disipó “aquel olor a mujer de mango y caña nueva”. Quedó en la
miseria. Al parecer, terminó regenteando un burdel en la Marina.
Un verano de 1986,
once años después de su muerte, tiraron sus huesos secos al osario común. No
queda nada de ella. Salvo aquella estrofa célebre que en Sierra Maestra los
guerrilleros habían cambiado: “Ponme la mano aquí, Macorina, para tapar la
herida que me dejó la bala de la Revolución”. Ponme la mano aquí, Macorina.