La
memoria de San Martín murió en 1916. Porque en ese año falleció el último de
los soldados que podía recordarlo vivo. Eufrasio Videla aseguraba, créase o no, que había
estado en el “Zanjón de Maipú”, donde la mitad de los libertos quedó en el
campo de batalla. ¡Fieros habían sido! –decía- Peleamos
y peleamos y no aflojaban…
“No hay remedio -escribía San Martín cuando estaba organizando el Ejército de los Andes-, sólo nos puede salvar el poner a todo esclavo sobre las armas…”
Eso hizo, reclutó cuanto afro pudo. La asimilación no fue
fácil. La Revolución estaba por hacerse. Avanzaba a trompicones en lo político,
pero en lo social rengueaba. Todavía regía el tradicional sistema de castas. Continuaba la estigmatizante separación jerárquica entre los probables blancos ("probables" a causa de la creciente mestización) y los negros y su infinidad de variantes mestizas.
Es imposible “reunir
en un solo cuerpo las diversas castas de blancos y pardos –admitía San Martín-.
El deseo que me anima de organizar las tropas con la brevedad y bajo la mayor
orden posible, no me dejó ver por entonces que esta reunión sobre impolítica
era impracticable. La diferencia de castas se ha consagrado a la educación y
costumbres de casi todos los siglos y naciones y sería quimera creer que por un
trastorno inconcebible se llamase el amo a presentarse en una misma línea con
su esclavo”.
Es más, aun en el interior de las castas había diferenciaciones sociales. Véase si no.
Un pardo liberto propuso que se lo dispensara del
servicio militar y que se aceptara un
personero suyo para que llenara la falta. El personero de Esteban
Batallo (¡vaya nombre para no querer pelear!) era un esclavo que el mulato había comprado
para suplantarlo. Así fue como el buen Batallo se quedó en casa.
Quién sabe cómo le fue a su personero, que fue uno de los
2.500 soldados de color que cruzaron Los Andes. Ojalá haya sido uno de los 143
que volvieron con vida.