Ángela María Castelli Lynch
(1794/1876)
|
El Tribuno de la Patria, el jacobino que fusiló a Liniers,
el hombre que se paró sobre las ruinas de Tihuanaco para gritarles la libertad
a los indígenas, Juan José Castelli, no consintió que su hija se casara con
quien ella quería.
El pretendiente era Francisco Javier de Igarzábal
Echeverría, edecán y secuaz incondicional
de Saavedra, le hace decir Andrés Rivera en “La revolución es un sueño
eterno”.
Cuando Castelli andaba por Huaqui perdiendo para siempre lo
que sería Bolivia, la madre de la niña había firmado esponsales. Eran esposo y
esposa, no necesitaban esperar el “accidente” de la boda para tener acceso
carnal. Romper, entonces, la palabra de casamiento era un escándalo.
Los tórtolos (y, sobre todo, la tórtola) pusieron el grito en
el cielo. No hubo caso, con el habla ya dificultada por el cáncer de lengua, el
padre reiteró su oposición. Le asistía derecho porque la niña era menor.
El no de los hombres a la madre España estuvo antecedido por
el no de las niñas a los mandatos paternos. A Angelita le pasó algo parecido a
las hermanas Rivadavia y después a Mariquita y Martín y más tarde a Vicente y
Antonina, quienes se alzaron contra los
designios matrimoniales de sus padres, amparados por las pragmáticas
monárquicas. Era la revolución antes de la Revolución.
Ahora, en 1812, en plena Revolución, los padres seguían desplegando
los viejos mandatos. Una cosa era la ruptura política y muy otra el rompimiento
en la intimidad de las familias.
Una mujer no “puede ser feliz –reprochaba, sin embargo, la
radical hoja El Grito del Sud de la
no menos radical Sociedad Patriótica- si no ha elegido con libertad al hombre a
quien se halla vinculada y, sobre esta materia, ¿qué ha hecho el gobierno?”. No
sólo no había hecho nada, sino que punía los desvíos.
Angelita tomó la libertad en sus manos. Se hizo raptar por
Francisco a quien consideró su esposo. Aquello no era de damas patricias. El
rapto era, más bien, una costumbre de las estancias y los fortines salvajes.
Esa temeridad suponía el desfloramiento de la niña. No quedaba más que el
matrimonio redentor.
El Triunvirato tomó tardías cartas en el asunto. Condenó a Francisco
a dos años de destierro a más de cuarenta leguas de Buenos Aires. Y a Ángela la
condenó a confinamiento de dos años en el colegio San Miguel. La Revolución no era todavía la
revolución.