Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 11 de mayo de 2013

No, Angelita

Ángela María Castelli Lynch (1794/1876)

El Tribuno de la Patria, el jacobino que fusiló a Liniers, el hombre que se paró sobre las ruinas de Tihuanaco para gritarles la libertad a los indígenas, Juan José Castelli, no consintió que su hija se casara con quien ella quería.
El pretendiente era Francisco Javier de Igarzábal Echeverría, edecán y secuaz incondicional de Saavedra, le hace decir Andrés Rivera en “La revolución es un sueño eterno”.
Cuando Castelli andaba por Huaqui perdiendo para siempre lo que sería Bolivia, la madre de la niña había firmado esponsales. Eran esposo y esposa, no necesitaban esperar el “accidente” de la boda para tener acceso carnal. Romper, entonces, la palabra de casamiento era un escándalo.
Los tórtolos (y, sobre todo, la tórtola) pusieron el grito en el cielo. No hubo caso, con el habla ya dificultada por el cáncer de lengua, el padre reiteró su oposición. Le asistía derecho porque la niña era menor.
El no de los hombres a la madre España estuvo antecedido por el no de las niñas a los mandatos paternos. A Angelita le pasó algo parecido a las hermanas Rivadavia y después a Mariquita y Martín y más tarde a Vicente y Antonina, quienes se alzaron contra los  designios matrimoniales de sus padres, amparados por las pragmáticas monárquicas. Era la revolución antes de la Revolución.
Ahora, en 1812, en plena Revolución, los padres seguían desplegando los viejos mandatos. Una cosa era la ruptura política y muy otra el rompimiento en la intimidad de las familias.
Una mujer no “puede ser feliz –reprochaba, sin embargo, la radical hoja El Grito del Sud de la no menos radical Sociedad Patriótica- si no ha elegido con libertad al hombre a quien se halla vinculada y, sobre esta materia, ¿qué ha hecho el gobierno?”. No sólo no había hecho nada, sino que punía los desvíos.
Angelita tomó la libertad en sus manos. Se hizo raptar por Francisco a quien consideró su esposo. Aquello no era de damas patricias. El rapto era, más bien, una costumbre de las estancias y los fortines salvajes. Esa temeridad suponía el desfloramiento de la niña. No quedaba más que el matrimonio redentor.
El Triunvirato tomó tardías cartas en el asunto. Condenó a Francisco a dos años de destierro a más de cuarenta leguas de Buenos Aires. Y a Ángela la condenó a confinamiento de dos años en el colegio San Miguel. La Revolución no era todavía la revolución.