Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Loca de amor

Este manuscrito de Joaquina Alvear  de Arrotea afirma que
 San Martín era hijo natural de Diego de Alvear. 
Con este testimonio, los Alvear iniciaron un juicio de filiación 
y reclamaron un análisis del ADN del prócer, que les fue denegado 
recientemente por la Cámara en lo Civil.
El marido la sorprendió llevándole una carta a Sarmiento que era, ni más ni menos, una declaración amorosa. A esa altura, Sarmiento era más que sesentón y a duras penas sobrellevaba su “amistad” con Aurelia Vélez Sarsfield, veinticinco años más joven que él.
Joaquina tampoco era una niña, tenía sus buenos cincuenta y cuatro inviernos. Pero el amor es así.
Vaya uno a saber cómo maquinó llevar la carta pecadora. Tal vez pensó en entregarla en la casa de Sarmiento, en la calle Cuyo entre Talcahuano y Libertad. No habría sido fácil, las señoras “decentes” no salían a la calle si no acompañadas por una criada.
Lo cierto es que don Arrotea, el marido agraviado, estaba que trinaba. Esta mujer está loca, decidió. De modo que la internó, no en el precario Hospicio de Alienadas, sino en el Instituto Frenopático Argentino, como correspondía a una dama.
El diagnóstico fue fulminante: Joaquina sufría de erotomanía, un trastorno de la mente causado por el amor. La carta no era sino un delirio erótico.
La erotomanía no era rara en aquella época. Las novelitas que se vendían semanalmente por centavos convencían a más de una señora que alguien, usualmente de un status social superior, estaba enamorado de ella. Sarmiento, por ejemplo. Pero Joaquina no era para nada inferior.
María Joaquina del Carmen de Alvear y Sáenz de la Quintanilla era la hija de un prócer: Carlos de Alvear. Y sobrina carnal del general José de San Martín.
Al menos esto era lo que decía. En un libro de comercio lleno de anotaciones y recortes periodísticos, Joaquina sostenía: “Soy sobrina carnal, por ser hijo natural de mi abuelo el señor don Diego de Alvear Ponce de León, habido en una indígena correntina, del general José de San Martín…”
De modo que el Libertador no era hijo del viejo capitán Juan de San Martín, sino de Diego de Alvear. Entonces Carlos de Alvear, su otro hijo, era su hermano carnal. Y Joaquina su sobrina.
Después de escribir esto, Joaquina fue internada en el Frenopático. Poco después, un juez la declaró demente e incapaz de administrar sus bienes. 

miércoles, 15 de noviembre de 2017

El rostro de los próceres

Martín Miguel de Güemes según Eduardo Schiaffino, 1902
Aquella cara pedía una medalla. Era “un guerrero alto, esbelto, cabellera negra, largos bucles y una barba rizada y brillante”. Así creía recordarlo Juana Manuela Gorriti. Ella misma lo admite: estaba embebecida. De modo que aquel recuerdo de la infancia era, cuanto menos, algo impreciso.  
Sin embargo, esa imagen embellecida convino a los que le buscaron una estampa a Martín Miguel de Güemes. Porque nunca se supo en verdad cómo era aquel héroe. En 1821, cuando la muerte se lo llevó de paseo, no había daguerrotipos. Y en la cañada de la Horqueta no había quien lo retratara. De modo que el guerrero de los largos bucles era, sobre todo, una fantasía de la niña Juana Manuela.
Pero la construcción de la Nación reclamaba panteones. Y un rostro, ese signo del ser de las personas. Entonces le inventaron una cara.
¿Cómo? En base al fenotipo de los Güemes. El sobrino nieto de don Martín era idéntico. Una gota de agua, mire. Al menos eso decían en la familia.
También decían que el primogénito era muy parecido; los mismos ojos. Y ni hablar de la mirada del segundo hijo; esa palidez tan distinguida. Así fue como el pintor compuso a don Martín con la barba del sobrino nieto, los ojos del primogénito y así. 
En 1965, el rompecabezas fue certificado como la imagen oficial. La operación simbólica había sido un éxito. Ahora Martín Miguel de Güemes tenía el rostro que necesitaba.

viernes, 20 de octubre de 2017

Imago nos: Los cocheros

Samuel Boote, Plaza de Mayo, Buenos Aires, circa 1885
Ahora está vacía. Son muy pocos los que circulan por allí. Son los
tiempos de la Organización Nacional, que más bien detesta el
bullicio de la plaza política.
Quién sabe qué conversan esos dos cocheros sobre el sendero. Uno de ellos apoya una mano sobre la palmera que, creáse o no, trajeron hace algún tiempito de Río de Janeiro. Veleidades de los hombres de la Generación del 80.
Todavía los llaman cocheros de plaza. Lo de Mateos vendrá recién en los años 20 a propósito de Mateo, el famélico caballo de tiro de la obra “Mateo” de Armando Discepolo.
Se las rebuscan, los cocheros. Las familias “bien” ya se ha mudado al norte, ahuyentadas por la fiebre amarilla. Pero el sesenta por ciento de los porteños vive en un radio de veinte cuadras de la Plaza de Mayo.  
Por eso los cocheros esperan, enamorados de la sombra exótica de las palmeras. Miran sin rencor a los tranvías a caballo de la Anglo Argentina que vienen por la calle Victoria (Hipólito Irigoyen, que ahora corre hacia el río). Los tramways están condenados a las vías metálicas, insobornables. Ellos, en cambio, andan a voluntad por las calles empedradas y estrechas. Les vendrían bien unas cuantas avenidas para apurar el trote, pero todavía falta para que se inaugure la primera (la avenida de Mayo, en 1894).
Parece mentira, pero dentro de unos años, en 1899, estos mansos cocheros harán una huelga furibunda porque la policía quiere identificarlos con una foto como si fueran delincuentes. ¡Retraten a los ladrones!, gritaban. Poco después, los siguieron los picapedreros, los graniteros, los marmoleros. La paridad peso-oro los había dejado patas para arriba.

lunes, 11 de septiembre de 2017

El hermano de Sarmiento

Estaban haciendo orden en la casa natal de Domingo Faustino Sarmiento. Entonces alguien encontró un papel amarilleado por el tiempo. La letra es tembleque; la ortografía, detestable.
"Nacio Lafrancisca paula el día 1 de Abril de 1803.
"Nacio La Bicenta Vienbenida de Jesus el día 7 de Noviembre de 1804.
"Nacio Manl Fernando de Jesus el dia 1 de junio de 1806.
"Nacio Honorio María el día 20 de Noviembre de 1808.
"Nacio Domingo fahustino el día 15 de febrero de 1811".
Parece que es una anotación de puño y letra de doña Paula. La mujer, cosa rara en aquel San Juan pueblerino, alguna vez supo leer y escribir, pero los años la hicieron una analfabeta funcional.
Los Sarmiento se casaron el 21 de diciembre de 1802. A los cuatro meses, nació la primogénita, algo prematura. Después vinieron catorce hijos, de los cuales sólo cinco llegaron a la edad adulta. Manuel murió a los tres años, antes de que naciera Domingo.
En cambio, Honorio Sarmiento nació dos años y tres meses antes de que naciera Domingo y murió cuando tenía siete años y medio.
De modo que Honorio y Domingo compartieron la primera infancia, esa época en la que se determina la capacidad de vincularse con los otros, en la que ocurre el sí mismo. En esos años los hermanos conocieron la madre nutricia y el padre que no lo era tanto. Es casi seguro que fueron juntos a la Escuela de la Patria que reemplazó a la Escuela del Rey.
Y, sin embargo, Sarmiento nunca dijo una palabra sobre su hermano, ni siquiera en ese monumento al Yo que es Recuerdos de provincia. Simplemente, nunca habló de Honorio.



Hace 191 años, en 1826, Domingo Faustino Sarmiento fundó una escuela en un ranchito de San Francisco del Monte de Oro, San Luis. Tenía quince años. Los siete alumnos eran mayores que el maestro, incluidos unos “niñitos” de veintiuno y veintitrés años.

lunes, 19 de junio de 2017

Celeste y blanca


A Manuel Belgrano, lo decía él mismo, lo 
hicieron coronel a la fuerza. En 1811, fue 
jefe del Regimiento de Patricios, cuyo 
uniforme era azul celeste y blanco.


Eran tiempos de grietas. Los federales se identificaban con el rojo punzó. Los unitarios tomaban el celeste para sí. En 1846, los federales redoblaron la apuesta: la bandera sería blanca y azul oscuro con un sol colorado en el centro y cuatro gorros frigios en los vértices.
Desde entonces se discutió hasta el cansancio de qué color era la bandera concebida por Manuel Belgrano. Hace poco los historiadores consultaron a los químicos: azul de ultramar, dictaminaron; éste era el color que originalmente tenía la bandera de seda donada a la escuela de San Francisco del Tucumán.
No había necesidad de tanta disquisición. Los veros colores estaban (están) en una cuadro de hace doscientos años.
Hacia 1815, Manuel Belgrano posó en Londres para François-Casimir Carbonnier, un discípulo de Jacques-Louis David, el pintor de Napoleón.
No era una imagen cualquiera, era una re-presentación. Carbonnier debe haber preguntado a su comitente qué cosa lo distinguía. La batalla de Salta, contestó seguramente Belgrano. Ahí, a su izquierda, está el combate; el general emplumado en su tordillo, los infantes que avanzan, los cañones exhaustos. Y la bandera a dos franjas. Celeste y blanca.
La fuente es innegable, es el propio Belgrano que instruyó a Carbonnier.
Cincuenta años después, Prilidiano Pueyrredon copió el retrato omitiendo, vaya uno a saber por qué el fondo. Esa imagen omitida se repitió hasta el hartazgo con lo que la discusión continuó sine die. La desmemoria le había ganado a la memoria. Suele suceder.  

miércoles, 24 de mayo de 2017

Cuando Belgrano era chiquito

En la Feria Internacional del Libro se presentó Planetalector, el sello de literatura infantil y juvenil del Grupo Planeta. Una de las novedades fue el título Cuando Belgrano era chiquito. El libro, orientado a los chicos desde ocho años, propone cuentos históricos que ficcionalizan la infancia de Manuel Belgrano en la Buenos Aires colonial.
Éste es un fragmento del cuento Como un reloj, que trascurre en 1775, cuando Belgrano tenía cinco años:
Quién sabe en qué correrías andaba Manuel cuando sonaron las campanas de las dos. Doña Pepa no lo dejaba salir solo ni siquiera a la Plaza Mayor, que estaba apenas a tres cuadras. De modo que quizá estuviera potreando en el patio trasero o tal vez prendido a la falda de la morena Toribia, que de vez en cuando le permitía hundir el dedo en la tinaja de miel.

sábado, 22 de abril de 2017

La primera entradera


Ahí están. Justo cuando uno viene por Córdoba y cruza hacia la 9 de Julio. 
Tienen como 150 años. Allá por 1870, esas fuentes supieron estar en la Plaza de 
la  Victoria.  No echaban agua como ahora porque no había agua corriente. 
Pero estaban rodeadas de farolitos de gas,  un signo de los tiempos modernos. 
James Bevans, el ingeniero inglés  abuelo de Carlos Pellegrini, hubiera estado 
contento. Él fue el primero  en iluminar el centro histórico con gas hidrógeno 
en 1800 y veintitantos.

Callao y Córdoba era un desierto. En la zona no había más que quintas aisladas. La que alquilaba James Bevans tenía más de dos cuadras de frente, ninguna calle la dividía en manzanas. De vez en cuando había alguna hilera de tunas que pretendía, sin lograrlo, marcar los límites entre las propiedades.
Era el verano de 1835. Las estrellas se estaban quietas, ahogadas en la Vía Láctea. Priscilla, la mujer de James, había hecho pudding con gusto a su Birmingham natal. Hacía mucho calor, de modo que abrieron de par en par las puertas que daban al patio. A las siete y media, se sentaron a comer.
De repente, unos hombres emponchados con las caras cubiertas irrumpieron en la casa. Uno de ellos se arrojó, cuchillo en mano, sobre James y, de un solo tajo, le cortó los faldones de la casaca donde el hombre llevaba un par de pistolas.
Los ataron a las sillas, los codos pegados. A todos menos a un chiquilín de doce años que, de casualidad, estaba en una pieza contigua.
Vaciaron el contenido de las cómodas y los armarios en ponchos, colchas y hasta en el forro de algún colchón. El botín era jugoso.
Mientras tanto, el chico escapó por un ventanuco. Corrió cinco, seis cuadras hasta la quinta más próxima. Entre discusiones y titubeos se armó un grupo de valientes: el capataz, un peón, el sirviente y el alcalde, que vivía enfrente. Y allá fueron.
Cuando llegaron sólo pudieron soltar a los demudados Bevans. Los maleantes habían tenido tiempo de hacer sus atados y perderse en la noche. Nunca los encontraron. 

viernes, 10 de marzo de 2017

El cruce que no fue

1817 fue un mal año para Casimiro Marcó del Pont. 
Sus tropas fueron diezmadas en Chacabuco. 
Su calesa con vidrios, toda una rareza para Chile, 
se rompió. De modo que tuvo que huir a lomo 
y pezuña. Pero la nave que lo llevaría a Lima había 
zarpado un rato antes. Cayó prisionero. 
Lo aprehendió un fraile metido a granadero, Aldao. 
Un fraile, qué vergüenza.
San Martín tenía miedo. Después de la hecatombe en Rancagua, en la primavera de 1814, los realistas podían invadir Cuyo tranquilamente. Las fuerzas cuyanas eran todavía exiguas: los chilenos vencidos que quedaron vivos y menos de mil milicianos mendocinos sin armamentos ni instrucción alguna. Los únicos veteranos eran los veinte o treinta blandengues que hacían sebo en el fuerte de San Carlos.
En esos días llegó a Chile el mariscal Casimiro Marcó del Pont. Venía de compartir la prisión con Fernando VII, nada menos. Era un tanto afectado, el hombre. Los que no le querían lo llamaban la Pompadour. Fue aquel petimetre que dijo que firmaba con mano blanca, no con mano negra como la de San Martín.
Es probable que sus espías le dijeran que el Ejército de los Andes era todavía de papel. Y que el Ejército del Norte andaba a los tumbos. La invasión a Cuyo, en esos momentos, era una oportunidad sin igual. El éxito hubiera puesto a los realistas en condiciones de atacar por la espalda a los criollos insurgentes.
Pero el mariscal Casimiro Marcó del Pont no invadió. Estaba convencido que un ejército no podía cruzar los Andes. 

viernes, 27 de enero de 2017

Bailáte el Himno, Isadora


La túnica es un velo que nada vela. Al contrario, divulga
el cuerpo como lo que es: una buena noticia.
Los pies, en vuelo. Hacia arriba. Desmintiendo la gravedad.
Las piernas bienaventuradamente abiertas.
Isadora Duncan baila temerariamente.
Una noche de invierno, Isadora Duncan fue a un cabaret, quizá en La Boca. Era una sala espesa por el humo, una sala con jóvenes morenos enlazados a chicas igualmente morenas que bailaban el tango.
“Yo no había bailado nunca el tango, pero un mozo argentino me obligó a intentarlo –cuenta en Mi vida-. A mis primeros pasos tímidos sentí que mis pulsaciones respondían al incitante ritmo lánguido de aquella danza voluptuosa, suave como una larga caricia, embriagadora como el amor bajo el sol del mediodía, cruel y peligrosa como la seducción de un bosque tropical. Sentía todo esto mientras el brazo de aquel mozo de ojos negros me guiaba estrechándome confidencialmente…”
En eso, unos estudiantes la reconocieron. Le dijeron que estaban celebrando la libertad de la Argentina. Era julio de 1916, unos meses antes Hipólito Irigoyen había ganado las elecciones presidenciales por afano.
Le pidieron que bailara el himno argentino, como antes había bailado la Marsellesa y como más tarde bailaría la Marcha Eslava de los rusos. Se envolvió en la bandera y bailó el himno.
El éxito fue eléctrico. Los estudiantes le suplicaron que repitiera el himno una y mil veces, mientras ellos cantaban. Mientras tanto, el mozo de ojos negros que había bailado el tango con Isadora esperaba en una mesa. Fumaba.