Son seis.
No hay más que contarlos: son seis los que están colgados del estribo. Alguien
corre detrás con la vana ilusión de treparse también él.
No hay nada
más inútil que ese espejo retrovisor: el colectivero no ve más que cuerpos
amuchados.
El colectivo se inclina bajo su peso, se queja con una queja de
amortiguador.
Adentro,
olor a transpiración vieja, alguna flatulencia silenciosa. No importa, todos
simulan no oler, ni oír, ni tocar. Porque, claro, los cuerpos se tocan, forman
racimos como uvas apretadas, impúdicas.
En otras
circunstancias, el tocamiento de los cuerpos es una transgresión. En el
colectivo se mira para otro lado, se finge indiferencia. Hay un borramiento de
los cuerpos.
Es el
verano de 1961. Con el desarrollismo, ya nadie trabaja donde vive. Las fábricas
se alejaron de los barrios. Por eso los colectivos estiraron sus recorridos mucho
más de lo que habían hecho antes los tranvías. Así, uno trabaja ocho horas pero
pasa no menos de once horas fuera de casa si se tiene en cuenta el viaje.
En el
Maipo, esa caja de resonancias, Pepe Arias se deshace en monólogos. No es
casualidad, diría Oscar Troncoso. El viejo actor con su voz cascada, sus
hombros agobiados, expresaba a ese tipo bueno, simple, desbaratado por una
sociedad que no entendía.