Era tuerto. De vez en cuando
le caían pequeñísimas lágrimas involuntarias de su único ojo. Algunas se
demoraban sobre la piel agrietada como
se agrieta la tierra cuando hay sequía. El viejo no se daba cuenta. De vez en
cuando, se tocaba el parche que le cubría la falta del otro ojo.Le decían el Tuerto, el Tuerto Arcadio Talavera.
A las tardes lo sacaban a la
vereda. Una criada le traía la poltrona de quebracho con asiento de suela y un
brasero de cobre con brasas. Tomaba un cigarro de chala del
bolsillo y con un ascua encendía el tabaco pese a que la mano le temblaba de
puro viejo. A veces lo acompañaba su esposa, doña María Jesús, pero ella usaba
una pinza de oro para sostener el cigarro de modo de no mancharse los dedos.
No era raro que Arcadio se
quedara dormido en su poltrona. O quizá no, quizá cerraba el párpado de su ojo
para recordar tiempos idos. Aquella época de las noches alumbradas con faroles
de hierro y papel... y aquella levita. La levita
de paño azul que había sido de su padre cuando joven y que le arregló el mulato
Lorenzo Villafañe, el sastre, para concurrir al baile de celebración de la
declaración de la independencia. Arcadio era un mocito de catorce años, todavía
no había perdido el ojo de modo que veía el mundo entero, a izquierda y a
derecha.
Se acordaba como si fuera
ahora. Era miércoles; estaba seguro porque los miércoles iba la maestra de
piano de su hermana Sabina, una morocha de la que estaba enamorado perdidamente
pese a que era seis años mayor.
Era el primer baile al que
concurría Arcadio. Dormitando que sí, que no en su poltrona, evocaba un
remolino de faldas femeninas y faldones de uniformes y casacas, manchas que
pasaban velozmente y retazos de conversaciones, requiebros y murmuraciones de las matronas que cuidaban a sus hijas sentadas en sillas
alineadas contra la pared.
A veces los vecinos lo
despertaban de su ensueño:
-Buenas y santas, don Talavera.
El viejo levantaba apenas la
mano a modo de saludo y se arrebujaba en su abrigo. No quería que lo apartaran
de su soñera de charreteras doradas y polleras al vuelo.
En
su sopor, el viejo veía pasar las historias de quienes concurrieron a aquel
baile del 10 de julio del año VI de la
Revolución. Eran las historias,
acaso adornadas un poco por la imaginación y otro poco desleídas por el tiempo,
de los héroes de Tucumán y de Salta, los derrotados heroicos de
Vilcapugio y Ayohuma. Y las niñas, ¡ah, las niñas!
Adaptación de la introducción de Aquel
baile del 10 de julio de 1816, Ricardo Lesser.
Ediciones SM, Buenos Aires, 2016