Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

martes, 16 de febrero de 2016

La lupa de la ficción



Era tuerto. De vez en cuando le caían pequeñísimas lágrimas involuntarias de su único ojo. Algunas se demoraban sobre  la piel agrietada como se agrieta la tierra cuando hay sequía. El viejo no se daba cuenta. De vez en cuando, se tocaba el parche que le cubría la falta del otro ojo.Le decían el Tuerto, el Tuerto Arcadio Talavera.
A las tardes lo sacaban a la vereda. Una criada le traía la poltrona de quebracho con asiento de suela y un brasero de cobre con brasas. Tomaba un cigarro de chala del bolsillo y con un ascua encendía el tabaco pese a que la mano le temblaba de puro viejo. A veces lo acompañaba su esposa, doña María Jesús, pero ella usaba una pinza de oro para sostener el cigarro de modo de no mancharse los dedos.
No era raro que Arcadio se quedara dormido en su poltrona. O quizá no, quizá cerraba el párpado de su ojo para recordar tiempos idos. Aquella época de las noches alumbradas con faroles de hierro y papel... y aquella levita. La levita de paño azul que había sido de su padre cuando joven y que le arregló el mulato Lorenzo Villafañe, el sastre, para concurrir al baile de celebración de la declaración de la independencia. Arcadio era un mocito de catorce años, todavía no había perdido el ojo de modo que veía el mundo entero, a izquierda y a derecha.
Se acordaba como si fuera ahora. Era miércoles; estaba seguro porque los miércoles iba la maestra de piano de su hermana Sabina, una morocha de la que estaba enamorado perdidamente pese a que era seis años mayor.
Era el primer baile al que concurría Arcadio. Dormitando que sí, que no en su poltrona, evocaba un remolino de faldas femeninas y faldones de uniformes y casacas, manchas que pasaban velozmente y retazos de conversaciones, requiebros y murmuraciones de las matronas que cuidaban a sus hijas sentadas en sillas alineadas contra la pared.
A veces los vecinos lo despertaban de su ensueño:
 -Buenas y santas, don Talavera.
El viejo levantaba apenas la mano a modo de saludo y se arrebujaba en su abrigo. No quería que lo apartaran de su soñera de charreteras doradas y polleras al vuelo.
En su sopor, el viejo veía pasar las historias de quienes concurrieron a aquel baile del 10 de julio del año VI de la Revolución. Eran las historias, acaso adornadas un poco por la imaginación y otro poco desleídas por el tiempo, de los héroes de Tucumán y de Salta, los derrotados heroicos de Vilcapugio y Ayohuma. Y las niñas, ¡ah, las niñas!
Adaptación de la introducción de Aquel baile del 10 de julio de 1816, Ricardo Lesser.
Ediciones SM, Buenos Aires, 2016