Había que componer Lola-Lola, la femme fatale de “El ángel azul” (1930). Marlene Dietrich empezó por la ropa. Entraba a las tiendas de lencería y desbarataba los muros hechos de cajas con puntillas. Seda negra como la noche, encajes arácnidos. Pero no había caso.
Recorrió entonces los mercados de pulgas donde se encontraba ropa usada a buen precio. Polleras de raso, chalecos rociados de lentejuelas. Tampoco.
Hasta que Marlene vio a un travesti con medias de seda negra sostenidas por ligas también negras y un sombrero blanco de copa. Ahí estaba Lola-Lola; Lola niña, todavía había que darle esa voz aguardentosa del Berlín decadente, pero ahí estaba.
El modelo de una de las vampiresas más despampanantes de la historia era un travesti, alguien que jugaba con las apariencias mejor de lo que lo haría cualquier mujer.