“Sus colores son blanco y azul oscuro con un sol colorado en
el centro y en los extremos el gorro punzó de la libertad”. Así
ordenaba Rosas en 1846. El celeste original era de unitarios.
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El 4 de junio de 1770 -dice el libro parroquial- le pusieron
óleo y crisma y le dieron nombre, Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús, que
el apellido lo llevaba puesto: Belgrano.
No fue raro que lo bautizaran apresuradamente al día
siguiente de su nacimiento. El mal de los
siete días se llevaba a centenares de recién nacidos antes de que
cumplieran la semana. Más valía cristianarlos antes, no vaya a ser que murieran
con el pecado original encima. El tétanos infantil se producía porque las
comadronas cortaban el cordón umbilical con tijeras del costurero y hasta con
cuchillos. Manuel sobrevivió, acaso porque untaron el cordón con aceite de
palo, como mandaba Su Majestad.
Probablemente pasó fajado los primeros meses. Era costumbre
envolver a los infantes con una tira de tela que le apretaba el abdomen, las
piernas, en ocasiones los brazos. Era la primera de las imposiciones que le
impondría a Manuel la sociedad, un anticipo de las sujeciones sociales.
Las ataduras le vendrían de la misma familia en la que había
nacido; un clan genovés, diría Halperín Donghi en su último libro. Allí cada
vástago tenía su lugar. El primer varón, cura. El segundo, Manuel, comerciante
como el padre. Las hembras, casadas con mercaderes para ampliar el patrimonio
familiar.
Pero Manuel desobedeció. Acaso porque la imagen del pater
familias se vino abajo cuando lo detuvieron por estafador. Tal vez porque a los
diecinueve años vivió la Revolución Francesa a kilómetros de donde vivía. O porque en Salamanca
aprendió las luces del siglo.
En todo caso, no fue el único desobediente. Los Moreno, los
Castelli también incumplieron el mandato paterno. La Revolución empezó mucho
antes de 1810. Fue cuando se rompió el eslabonamiento entre las generaciones.
La experiencia de los padres ya no servía a los hijos.
Manuel habría de ir más lejos: le dio una bandera a la
patria. Era la señal de que la patria ya no era de los padres (pater, patris, padre), sino de los hijos, padres de sí mismos.
Lo más interesante de Manuel Belgrano no es aquel 20 de
junio de hace 195 años, si no cómo rompió las sujeciones sociales implícitas en
su nacimiento. Si recordáramos aquellos orígenes comprenderíamos mejor su
fantástica heroicidad que memorando su muerte oscura, solitaria, derrotada.
¿Y si evocáramos a nuestros próceres en ocasión de su
nacimiento
y no de su muerte, como ahora?