María Florentina Silvia
Ituarte
Pueyrredón (1801/1905).
Caras y
Caretas, 1902
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Dicen que era una de
las beldades de Buenos Aires. Puede ser. Pero también era un trueno, un rugido
en la maleza, una estampida de murciélagos en la noche.
Habrá sido bonita,
pero María Florentina Silvia Ituarte Pueyrredón (1801/1905) era intemperante
como nadie.
Sin misericordia, mandó
a pasear a su sobrino, Prilidiano Pueyrredón, cuando quiso noviar con su hija
Magdalena. Al pobre no le quedó más que un cuadro manco (ver la historia con
lupa del 20 de abril de 2012). Jamás se casó.
Florentina nunca
salía de su quinta de San Isidro. Cuando tenía 96 años, hizo la merced de
abandonarla por un instante sólo porque su hijo Eduardo agonizaba en su casa de
la calle Reconquista. Pero, en cuanto se enteró que allí también estaba Carmen,
la hija natural del moribundo, le ordenó al cochero que diese media vuelta.
Nunca más lo vio.
Su bisnieta, Victoria Ocampo, cuenta que Florentina hizo descolgar todos los
espejos de la quinta.
No quería mirarse,
ni siquiera que su imagen apareciera reflejada al pasar ocasionalmente delante
de alguno de ellos. No quería ver la boca desdentada, los pechos secos, la piel
ajada de los viejos. O, a lo mejor, Florentina no quería que su alma se le
fuera en un destello de espejos.