Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Personajes. María Florentina Silvia Ituarte Pueyrredón

María Florentina Silvia Ituarte 
Pueyrredón (1801/1905). 
Caras y Caretas, 1902

Dicen que era una de las beldades de Buenos Aires. Puede ser. Pero también era un trueno, un rugido en la maleza, una estampida de murciélagos en la noche.
Habrá sido bonita, pero María Florentina Silvia Ituarte Pueyrredón (1801/1905) era intemperante como nadie.
Sin misericordia, mandó a pasear a su sobrino, Prilidiano Pueyrredón, cuando quiso noviar con su hija Magdalena. Al pobre no le quedó más que un cuadro manco (ver la historia con lupa del 20 de abril de 2012). Jamás se casó. 
Florentina nunca salía de su quinta de San Isidro. Cuando tenía 96 años, hizo la merced de abandonarla por un instante sólo porque su hijo Eduardo agonizaba en su casa de la calle Reconquista. Pero, en cuanto se enteró que allí también estaba Carmen, la hija natural del moribundo, le ordenó al cochero que diese media vuelta. Nunca más lo vio.
Su bisnieta, Victoria Ocampo, cuenta que Florentina hizo descolgar todos los espejos de la quinta.
No quería mirarse, ni siquiera que su imagen apareciera reflejada al pasar ocasionalmente delante de alguno de ellos. No quería ver la boca desdentada, los pechos secos, la piel ajada de los viejos. O, a lo mejor, Florentina no quería que su alma se le fuera en un destello de espejos.

María Florentina Silvia Ituarte Pueyrredón vivió el siglo XIX casi de punta a punta. Estaba rodeada de esa historia joven que era el país por entonces.
Su padre, Juan Bautista, fue uno de los que participó en el Cabildo Abierto de 1810. En 1819, se casó con el financista Braulio Costa (1794/1855), un caballero que usaba chaleco de raso a diario, socio de Facundo Quiroga en las minas de Famatina. Lo malo es que, al menos según Encarnación Ezcurra, tenía ambiciones desmedidas. Por eso, en 1834, Félix de Álzaga lo acusó judicialmente de realizar préstamos usurarios. Don Braulio puso pies en polvorosa, haciendo gala de exiliado antirrosista. 
Lo cierto es que Florentina, virtualmente viuda, tuvo que dejar la casona del barrio de Santo Domingo e irse con sus cinco hijos a la quinta de San Isidro que le había regalado su tío, Juan Martín de Pueyrredón.
Al borde de las barrancas, estaba solísima, valentísima. “Nunca cerraba las puertas de noche -cuenta Victoria Ocampo-. Y cuando oía un ruido insólito, tiraba un zapato contra el suelo, si lo tenía cerca, o cualquier otro objeto, para que los intrusos (si eran intrusos y no tan solo un gato, o una comadreja) supieran que estaba despierta y pronta a dar la voz de alarma. Cumplido este rito, seguía durmiendo”.
Entretenía su ocio inacabable dedicándose al jardín, como su tío. Su primogénito Eduardo le llevaba semillas, bulbos y plantas de su jardín de invierno, en la calle Reconquista. Dicen que cultivó mil doscientas variedades de orquídeas.
Victoria: “¡Qué parásito social!, exclamarán algunos con reprobación. Una flor del aire. Pero, fuera de que en aquellos años no se le reconocía a la mujer derecho a otro papel en las clases altas, habrá siempre mujeres nacidas para ser orquídeas, de esas que viven prendidas de los arboles. Y habrá siempre hombres-árboles para ellas”.
Florentina murió, sin sacramentos, en la quinta de San Isidro. La muerte se asentó en el libro de defunciones de “personas blancas” de la Catedral del Santísimo Sud y Norte.
En 1905, todavía se clasificaba a las personas como “blancas”.