Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

El gusto del venado

Una vez, el historiador José Luis Romero
le reprochó a Américo Ghioldi que en sus
ensayos citara libros de la editorial Tor,
mal traducidos y a menudo incompletos.
El socialista le replicó que los obreros
no leían otra cosa que aquellos textos
repudiables.
Tarzán cazó un venado. Le hundió una piedra afilada en el costado. Cortó la carne y la mordió ferozmente. Yo le sentí el gusto. Era untuosa, algo elástica, gloriosa. Miré la selva que se abría delante de mí.
Y cerré el libro. Esto es, la selva. Un libro-selva de páginas porosas con una tapa de colores brillantes que desmentía las dos severas columnas por las que transitaba el texto. Uno pasaba la yema de los dedos sobre el papel y sentía los golpes de la prensa tipográfica.
El gusto a venado permaneció un rato en la boca.
Con los años aprendí que aquéllas eran las aventuras del imperialismo en tierras desconocidas. Edgar Rice Burroughs decía, en el fondo, que el rey de los monos lo era porque por sus venas corría la aristocrática sangre británica. Lo mismo había hecho Daniel Defoe con su Robinson Crusoe, capaz de reconstruir el imperio con las herramientas rescatadas del naufragio.
Qué va, me dije. Todavía podía revivir el gusto a venado y el largo barrito del elefante Tantor que Toddy me regalaba a la hora de la leche, después de la escuela.
Hasta que, hace poco, me topé con Los tarzanes apócrifos argentinos, una investigación de Carlos Abraham: Tarzán no era de verdad.
Parece que Juan Carlos Torrendell, el dueño de la editorial Tor, era un trujamán. Entre 1920 y 1960, había publicado miles y miles de títulos en ediciones baratísimas. Entre otros, hizo traducir los textos de Burroughs, probablemente sin pagar un centavo por los derechos. Y, cuando se agotaron, pues sencillamente contrató ghostwriters para que siguieran la serie. Ni el mismo Abraham sabe con seguridad cuántos libros fueron; decenas. Entre ellos, acaso el mío.
Es probable que mi Tarzán, aquel libro perdido en alguna de mis desdichadas mudanzas de infancia, tuviera un origen bastardo. Qué me importa. Si me lo propongo, todavía puedo evocar el gusto a venado en la boca.