Fueron llegando al borde de aquella tarde otoñal y lluviosa.
Muchos venían desde Plaza de Mayo en los tranvías (todavía a caballo) que
recorrían la antigua Calle Larga (avenida Quintana). Eran tipógrafos, carpinteros,
sombrereros, cigarreros de hoja.
Seguro que Amable Laván se había quedado en casa. Un
traidor. No porque ahora fuera patrón, que al fin y al cabo cada uno prospera
como puede. Pero hasta como patrón era desleal. Maestro de pala, había puesto
una panadería con su hermano en Uruguay y Viamonte. Todo iba bien hasta que sus
pocos trabajadores le pidieron un peso por comida cuando antes se arreglaban
con ochenta centavos. Convinieron noventa, pero don Amable, que no lo era
tanto, despidió a algunos como revancha. Y eso que había sido tesorero de la
anarquista Sociedad de Resistencia de Obreros Panaderos.
Lo cierto es que los panaderos fueron al mitin sin Amable
Laván. La reunión se haría en El Prado Español, un amplio local abierto en la
avenida Quintana, enfrente al cementerio (donde hoy está La Biela). Eran, quién
sabe, unos dos mil trabajadores. Muchos, si se piensa que los patrones
amenazaron con despedirlos si pisaban la Recoleta.
Era el 121° día de 1890. Hacía cuatro años se había iniciado
la huelga en demanda de ocho horas que terminaría en la ejecución de los
llamados Mártires de Chicago. La celebración del 1° de Mayo en todos los países
había sido dispuesta por el Congrès International Ouvrier Socialiste, que
sesionó en julio de 1889 en París y que fundó la Segunda Internacional.
Al Congreso había asistido, casi por casualidad, el difusamente
socialista Alexis Peyret. Ocurre que
había sido comisionado por Juárez Celman para estudiar la maquinaria agrícola
que se expondría en la Exposición Universal de París, cuyo símbolo era la Torre
Eiffel. Aprovechó la volada y se corrió a la convención obrera. Al retirarse,
firmó las actas “pour les groupes socialistes de Buenos Aires”.
El Verein Vorwärts, un
club socialista formado por alemanes, había mandado un informe sobre el
socialismo en la Argentina y le había pedido a Wilhelm Liebknecht, uno de los compinches de
Marx en Londres, que lo representase.
Así fue cómo llegó a
Buenos Aires la consigna del día de descanso el 1° de Mayo en demanda de la
jornada de trabajo limitada a las ocho horas. Pocos de los que concurrieron a
El Prado Español conocían esos pormenores. El mitin se abrió a las tres de la
tarde. Hubo catorce oradores que hablaron en español, francés, alemán e
italiano. Cuando no entendían el idioma, los asistentes charlaban entre ellos. Los
anarquistas de la Sociedad de Obreros Panaderos se burlaban de los milicos que
custodiaban discretamente la reunión; eran ellos los que habían bautizado “vigilantes”
a esas facturas alargadas y también “bolas de fraile o suspiros de monja” a aquellas
dulces berlinesas, mofándose de la Iglesia.
La asamblea terminó
entrada la noche. Los obreros se desconcentraron en orden. Y la burguesía
respiró aliviada. Había pasado el miedo -como había expresado días antes La Nación- de que ““el ejército
fraternice con los socialistas en lugar de hacer fuego contra ellos”. Los burgueses temían que el fantasma del comunismo recorriera
la Argentina. Lo temieron durante mucho tiempo.
Nuestra divisa es la
de los malhechores