Los porteños estaban fascinados
con la Guerra de Crimea (1853/1856). No había nada más romántico que aquella
carga de la brigada de caballería ligera que, más que el heroísmo de los
caballeros británicos, denunciaba la estupidez de sus generales. No pensaban
mucho más. Aquí no llegaba el New York
Daily Tribune en el que Karl Marx encontraba que,
después de todo, los países capitalistas con sus conflictos ejercían cierta
acción “civilizadora” sobre los “países bárbaros”.
Lo que no sabían era que Juan Bautista Alberdi estaba haciendo
de las suyas. La Confederación Argentina lo había enviado a Europa con el
propósito de bloquear las pretensiones de autonomía del Estado de Buenos Aires.
El tucumano logró que Gran Bretaña y Francia retiraran sus diplomáticos
acreditados en territorio bonaerense y reconocieran la soberanía del gobierno de
Paraná. Francia acreditó ante él al ministro plenipotenciario Charles Lefebvre
de Bécour.
No más llegar, Monsieur de Bécour le comentó a Justo José de
Urquiza que la paz en Crimea había producido grandes rezagos de guerra. No se
refería a los fusiles con cañones estriados, una novedad que había hecho la
delicia de los ejércitos aliados. No, era algo más sencillo: habían sobrado
cien mil pantalones de esos anchos, que usaban los zuavos. Era una oferta que
el entrerriano no pudo resistir. A cambio de los cien mil bombachos, sólo tenía
que mandar unos cueritos, algunas toneladas de carne salada y otros productos
del país.
No sabemos cómo hizo la Confederación para distribuir los
benditos cien mil pantalones. Lo cierto es que desde entonces los peones de
estancia abandonaron los incómodos chiripás y adoptaron definitivamente las
bombachas. Cosas de la modernidad.