Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 1 de junio de 2013

Una costumbre que suele tener la gente

Hubo un tiempo en que los velatorios eran una fiesta. Si se podía, se ponía al difunto en una habitación que diera a la calle, con las ventanas entreabiertas, de modo que uno pudiera pispear desde la acera. Los deudos obsequiaban a los dolientes con algo que, si no era una cena, se parecía bastante. No era raro que después ocurriera una partida de truco o de monte para distraerse un poco. Antes del entierro, el carruaje y el cortejo fúnebres daban una vuelta a la manzana para que los vecinos se enteraran y el finado se despidiera del barrio.
Únicamente las personas distinguidas se velaban en un salón. Tal vez con el propósito de promover la demanda (de servicios fúnebres, porque la demanda de muertos era inelástica), en 1909, la casa Lázaro Costa ofrecía: “Á los pobres de solemnidad, que justifiquen ser tales, se les harán los servicios funerarios gratuitamente”.
Casi seguro que Lázaro Costa atendía las veinticuatro horas del días, por aquello de que nunca se sabe. De allí que tuviera dos teléfonos: el de la Unión Telefónica del Río de la Plata, de los ingleses, y la Sociedad Cooperativa Telefónica. No había más que llamar: había servicios con cuatro caballos desde 150 pesos.
Todavía no se había acallado el horror de Rufina Cambaceres. Cuentan que, siete años antes, al abrir ocasionalmente el ataúd de la niña muerta, la encontraron a de espaldas, con la cara rasguñada por sus propias uñas. Dicen que habría tenido un ataque de catalepsia y que fue enterrada viva.
Algunos tinterillos escriben que desde entonces se empezó a velar a los muertos durante, al menos, veinticuatro horas; lo que don Lázaro Costa habría visto con beneplácito. No es cierto. Muchos años antes, en 1868, el presidente Sarmiento dictó una ordenanza según la cual ningún cadáver podía ser inhumado hasta pasadas las treinta horas de su muerte. Más aún, el finado debía estarse quietecito en su ataúd con la tapa sin clavar y, por las dudas, con un cordel atado a un dedo con una campanilla. Tanto era el pánico a un entierro prematuro.