Hubo un tiempo en que los velatorios eran una fiesta. Si se
podía, se ponía al difunto en una habitación que diera a la calle, con las
ventanas entreabiertas, de modo que uno pudiera pispear desde la acera. Los
deudos obsequiaban a los dolientes con algo que, si no era una cena, se parecía
bastante. No era raro que después ocurriera una partida de truco o de monte
para distraerse un poco. Antes del entierro, el carruaje y el cortejo fúnebres
daban una vuelta a la manzana para que los vecinos se enteraran y el finado se
despidiera del barrio.
Únicamente las personas distinguidas se velaban en un salón.
Tal vez con el propósito de promover la demanda (de servicios fúnebres, porque
la demanda de muertos era inelástica), en 1909, la casa Lázaro Costa ofrecía:
“Á los pobres de solemnidad, que justifiquen ser tales, se les harán los
servicios funerarios gratuitamente”.
Casi seguro que Lázaro Costa atendía las veinticuatro horas
del días, por aquello de que nunca se sabe. De allí que tuviera dos teléfonos: el
de la Unión Telefónica del Río de la Plata, de los ingleses, y la Sociedad
Cooperativa Telefónica. No había más que llamar: había servicios con cuatro
caballos desde 150 pesos.
Todavía no se había acallado el horror de
Rufina Cambaceres. Cuentan que, siete años antes, al abrir ocasionalmente el
ataúd de la niña muerta, la encontraron a de espaldas, con la cara rasguñada
por sus propias uñas. Dicen que habría tenido un ataque de catalepsia y que fue
enterrada viva.
Algunos tinterillos escriben que desde entonces se empezó a
velar a los muertos durante, al menos, veinticuatro horas; lo que don Lázaro
Costa habría visto con beneplácito. No es cierto. Muchos años antes, en 1868,
el presidente Sarmiento dictó una ordenanza según la cual ningún cadáver podía
ser inhumado hasta pasadas las treinta horas de su muerte. Más aún, el finado
debía estarse quietecito en su ataúd con la tapa sin clavar y, por las dudas,
con un cordel atado a un dedo con una campanilla. Tanto era el pánico a un
entierro prematuro.