Mariano Acosta (1825/1893), en aquel entonces gobernador de Buenos Aires, tenía unos bigotes como manubrios. No es mucho más lo que se puede decir de su anodina gestión porteña. Ni siquiera pudo con la basura de aquella ciudad que todavía olía bosta y aún no estaba federalizada.
Los porteños sacaban la basura en latas de kerosene vacías, cajas de jabones y, a veces, ni siquiera eso. Lo hacían irregularmente porque las chatas y los carros recolectores no pasaban de noche sino de vez en cuando. En el verano, el olor era insoportable.
De allí la sanción de un impuesto mensual (sic) para “la extracción de basuras” en el invierno de 1874. El gravamen, como pide cualquier elemental principio de equidad, era progresivo. Había una tabla de escalones que iban de 100 a 5 pesos, que vaya a saber si eran fuertes o qué porque tuvimos un único peso moneda nacional recién en 1881.
El caso es cómo discernieron quién tenía que pagar qué. Por ejemplo, las amuebladas debían poner 100 pesos. Las chancherías, 50. ¿Las amuebladas producían más basura que las chancherías?