Cuando el verdugo se echó el cadáver sobre los hombros casi
no sangraba. El cuerpo tenía seis bocas negras. Seis balas las habían abierto.
Eran seis y no ocho porque un soldado que temblaba como una hoja le había
errado; el otro tiro era de fogueo, como mandan los reglamentos militares.
Bonifacio Calixto Silva, así se llamaba el carnífice, ató a
lo que quedaba de Martín de Álzaga a una cuerda con roldana y con tres enviones
lo subió al travesaño de la horca levantada en la Plaza de la Victoria.
El gentío estalló
en aplausos. Juan Manuel Beruti, un vecino que tenía la manía de anotar
diariamente lo que ocurría, escribió ese día: Fue tal odio que con este hecho le tomó el pueblo al referido Álzaga,
que aun en la horca lo apedrearon y le proferían a su cadáver mil insultos, en
términos que parecía un judas de sábado santo.
Fue entonces que un joven se abrió paso entre la turbamulta.
Haciendo grandes aspavientos, cubrió de besos los maderos del patíbulo. De vez
en cuando volvía a la apiñada multitud el rostro cubierto de lágrimas.
Tartajeaba algo que no se le entendía.
Sí se le entendió, y perfectamente, cuando sacó la bolsa
llena de monedas de plata y las roció sobre el modesto gentío. Hubo la
confusión que era de esperar.
Nadie se acordó del cuerpo pendiente, al que más de un mocito
empujó al correr en su afán de monedas. El que se quedó las tres horas que el
alcalde quedó suspendido para escarmiento fue Antonino Antonini, el hijo de
Giacomo, el relojero piamontés al que unos años antes Álzaga había torturado
con tranquila saña.