Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 13 de octubre de 2012

Personajes. Antonino Antonini


Cuando el verdugo se echó el cadáver sobre los hombros casi no sangraba. El cuerpo tenía seis bocas negras. Seis balas las habían abierto. Eran seis y no ocho porque un soldado que temblaba como una hoja le había errado; el otro tiro era de fogueo, como mandan los reglamentos militares.
Bonifacio Calixto Silva, así se llamaba el carnífice, ató a lo que quedaba de Martín de Álzaga a una cuerda con roldana y con tres enviones lo subió al travesaño de la horca levantada en la Plaza de la Victoria.
El gentío estalló en aplausos. Juan Manuel Beruti, un vecino que tenía la manía de anotar diariamente lo que ocurría, escribió ese día: Fue tal odio que con este hecho le tomó el pueblo al referido Álzaga, que aun en la horca lo apedrearon y le proferían a su cadáver mil insultos, en términos que parecía un judas de sábado santo.
Fue entonces que un joven se abrió paso entre la turbamulta. Haciendo grandes aspavientos, cubrió de besos los maderos del patíbulo. De vez en cuando volvía a la apiñada multitud el rostro cubierto de lágrimas. Tartajeaba algo que no se le entendía.
Sí se le entendió, y perfectamente, cuando sacó la bolsa llena de monedas de plata y las roció sobre el modesto gentío. Hubo la confusión que era de esperar.
Nadie se acordó del cuerpo pendiente, al que más de un mocito empujó al correr en su afán de monedas. El que se quedó las tres horas que el alcalde quedó suspendido para escarmiento fue Antonino Antonini, el hijo de Giacomo, el relojero piamontés al que unos años antes Álzaga había torturado con tranquila saña. 

Antonino Antonini (1791/1865) fue un piamontés que siempre se las arregló para figurar en aquel hosco Buenos Aires de principios del siglo XIX.
No tenía veinte años cuando puso los rizos de su firma en el segundo cuadernillo de la petición de los vecinos, comandantes y oficiales de los cuerpos voluntarios que reclamaron una Junta Gubernativa, allá por mayo de 1810.
Cinco años después tomó estado con María de los Ángeles (1798/1863), una huérfana criada por Magdalena Pueyrredón de Ituarte y que por eso llevó el apellido Pueyrredón. Hizo de testigo de la boda Juan Martín de Pueyrredón, que poco después se casaría en segundas nupcias con María Calixta Tellechea, una niña de trece años, veinticinco menos que el alegre desposado. La diferencia de edades era habitual en la época. Lo que no era corriente es que el novio hubiera mandado a la horca al padre de la novia, como hizo el triunviro Pueyrredón tres años antes con el desdichado Francisco de Tellechea.
El destino, a veces, se debe morir de risa de nosotros. Al menos se rió a carcajadas en este caso: Mariquita Tellechea llevaba de segundo nombre Calixta; Calixto se llamaba de segundo nombre el verdugo de su padre.
No es fácil de explicar el comportamiento algo histérico de Antonino aquella mañana del 6 de julio de 1812. Era un crío cuando Giacomo, su padre, montó un taller de relojería en la calle de la Santísima Trinidad (ahora Bolívar), justo frente a San Ignacio. Y tenía apenas cuatro años cuando al relojero le pasó lo que le pasó.
Para saber qué sucedió, nos atendremos a lo que relata Pastor Obligado en Tradiciones Argentinas.
Parece ser que, en la época en que España estaba en guerra con Francia, Su Majestad amonestó a sus oficiales porque entre los géneros comerciales de mercería fina, como relojes, medallas y tabaqueras venía grabada una hermosa mujer desnuda muy de gorro frigio revolucionario. Lo más horripilante es que la mujer de marras, una representación de la Libertad, decía cosas horribles como Libertad americana. La revolución asomaba y era necesaria hacerla reyuna, cortarle la señal del rey en la oreja.
Parece ser también que el alcalde de primer voto Martín de Álzaga había encontrado en la tapa interior de un reloj la mujer del gorro herético. Los relojes eran sospechosos, cuánto más los relojeros.
Como no era cosa que se enmohecieran los flamantes instrumentos de tortura que había encargado el Cabildo, convocó a Giacomo Antonini y le hizo dar de mano por el verdugo, que le tomó los dedos, las uñas y, poniendo sus yemas bajo el torniquete, ensayó el primero de los grados de tortura sin obtener nada del torturado. No contento, el alcalde mandó que el relojero fuera expuesto a la vergüenza pública montado en burro para regocijo de la chusma.
Antonino, como dijimos, era un mocosito de cuatro años cuando esto ocurrió. Pero no había encuentro familiar en el que Giacomo no repicara su profundo odio por Álzaga y su deseo de que terminara en la guillotina, como si acá existiera ese amable invento de monsieur Guillotin.
Como fuere, aquel fallido intento de producir la verdad a través del tormento se mantuvo secreto hasta que la explosión de alegría de Antonino lo reveló.
“Muchos años después, cuando concurríamos a la escuela de don Juan Peña (frente a la Botica de los Angelitos), al regresar en las tardes de verano –recuerda Pastor, que en su relato se equivoca en cuestiones no menores-, encontrábamos chupando mate al grueso señor [Antonino] Antonini, en mangas de camisa, tomando campo o aire a la puerta, de codos sobre la media hoja inferior cerrada, en la antigua relojería heredada de su padre, bajo el noviciado de los jesuitas…”