La masacre obrera del
1° de mayo desató una prolongada huelga general que hizo hocicar al presidente Quintana. Era la primera vez que un gobierno cedía a los reclamos obreros. |
Hubo un tiempo en
que el 1° de mayo era un día de celebración del trabajo porque así lo querían
los trabajadores que, sencillamente, paraban.
El 1° de mayo de
1909, hace 105 años, sólo funcionaban los tranvías. Era necesario que los
anarquistas de la Federación Obrera marcharan hacia la plaza Lorea, cerca del
Congreso. Caminaron por Entre Ríos flanqueados por una doble fila de vigilantes
con cara de pocos amigos, los revólveres al descubierto. El despliegue era
inusitado: 120 agentes para vigilar a 500 trabajadores; 1 cada 4. Sin
amedrentarse, de tanto en tanto, uno de los manifestantes se subía a una
columna de alumbrado y arengaba a los compañeros.
A las tres menos
cuarto en punto de la tarde, se oyeron los primeros disparos, disciplinados. Y
más y más. Alguien dijo que vio cómo los policías detenían una ambulancia que
circulaba por la calle Victoria (Hipólito Yrigoyen) y arrojaban a la vereda al
muerto, no fuera a ser un truco de los anarquistas. El muerto dio con la cabeza
en el cordón y quedó allí, abandonado de cualquier otra cosa que no fuera su
propia íntima muerte.
Cuando el sagrado
humo de la pólvora se disipó, se contaron once fallecidos y ochenta heridos. Esta
triste contabilidad no inmutó al jefe de policía, el coronel Ramón L. Falcón.
Consultado por el diario
La Argentina, declaró que la
experiencia había demostrado que ya no cabían métodos suaves con aquellos díscolos.
Y que, en verdad, los anarquistas habían sido los promotores de la masacre. “De
ellos partió el primer tiro. La policía no podía menos que defenderse…” Sic.