No era una peluquería cualquiera. Era la famosa Casa Roca y Ruiz,
en la calle Florida, nada menos. Los espejos duplicaban los cuerpos: los
clientes que esperaban, los clientes felizmente
atendidos. Y los peluqueros, tocadores profesionales de varones
que seguro no se dejaban tocar por otros varones.
En la peluquería hay más que los reflejos de los espejos.
La modernidad ha hecho que pusiéramos un espacio de reserva
entre nosotros y los otros. Tocar al otro, al otro desconocido, es meterse en
una intimidad inquietante. De modo que levantamos fronteras.
Tantas que, a veces, nos quedamos huérfanos de contacto.
Cuando eso sucede, están lo que el etólogo Desmond Morris llama los tocadores profesionales. Los médicos,
los masajistas, los peluqueros. Ellos tocan nuestros cuerpos amparados en rituales
consentidos.
Los peluqueros de Roca y Ruiz se ponían un poco de la Loción
Higiénica de Eucaliptus de la casa en las manos. Y las pasaban como una caricia por las mejillas
recién rasuradas. Los clientes sentían ese aroma, ese placer permitido
que en otras circunstancias habría sido turbador.
Después se iban taconeando
fuerte. Como hombres con toda la barba.