Siendo preciso enarbolar bandera
y no teniéndola, la mandé
hacer celeste y blanca.
Manuel Belgrano, febrero 27, 1812
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Belgrano-creador-de-la-bandera.
Es casi un estereotipo. Pero ¿creador de qué? De un sentido. Por entonces las
tropas patrias usaban escarapelas de distinto color, de manera que casi eran,
decía Manuel, “una señal de división”. Era necesario un símbolo de unión: la
escarapela precursora, la bandera después.
Bandera deriva de banda,
“grupo de gente armada”, que a su vez viene del término gótico bandwo,
“signo”, que designa el estandarte distintivo de una banda. Curiosamente, la
palabra bandera alude no sólo al signo que distingue a una banda sino también a
la banda misma. Es más, así se llamaba a las compañías que formaban los
antiguos tercios españoles.
De manera que la
bandera es un signo que identifica a una banda, una parte. Pero que la separa
de otra. La bandera es también una ruptura.
Manuel era conciente
de ello. Debe haberse sentido lo suficientemente confiado en sí mismo. Tanto
como para matar figuradamente al rey de España, ese padre simbólico. Otros se
sentían menos seguros: el gobierno le mandó “haga pasar como un rasgo de
entusiasmo el suceso de la bandera blanca y celeste enarbolada, ocultándola
disimuladamente”.
¿Cómo fue que
Belgrano se animó a la creación a la que otros ni siquiera se animaron a
consentir? ¿Cómo fue que este hijo de uno de los comerciantes más ricos de la
época llamó patria a la tierra que no era la de sus padres?
Tal vez la clave
sea el padre. Don Domingo (Domenico, porque era natural de la Liguria italiana)
lo mandó a la España peninsular a que, junto a su hermano Francisco, “se
instruyan en el comercio, se matriculen en él y se regresen con mercaderías”.
Habría de ser comerciante, como su progenitor.
Manuel no hizo nada
de eso. Prefirió la doctrina económica a los latines de Salamanca y, en vez de
volver comerciante, regresó economista.
Nadie sabe por qué
desoyó el mandato paterno. Acaso tuvo en cuenta que, si se quería hacer dinero
en las Indias era necesario ser comerciante, pero que más valía otro oficio si
se quería disfrutar de él. Acaso el hijo rehusó el riesgo que finalmente
quebrantó al padre.
En efecto, cuando
Manuel era un mozo de dieciocho años, don Domingo se vio involucrado en una
causa por desfalco. También había cometido algunas irregularidades en la
administración de la Hermandad de Caridad, de la que era tesorero.
El caso es que el
padre de Manuel sufrió arresto domiciliario, le embargaron la casa y el
almacén, lo llenaron de deudas que caerían, impagas, sobre los hombros de sus
herederos.
Los Belgrano no
eran una familia cualquiera. Eran un clan que se formaba con los Castelli
(Juan José era primo de Manuel), con los Las Heras. Una familia viva, en
el sentido que supo elaborar el trauma del procesamiento al pater familiæ. En
vez de paralizar a sus miembros, las dificultades parecen haber tenido efectos
movilizadores sobre ellos, al menos sobre Manuel.
Así, Manuel no tomó
el mandato paterno como una condena, sino como una alternativa. La elección
final no fue completamente opuesta a la familiar, sin embargo. Su inclinación
por la economía política fue una forma de sublimar la práctica comercial de don
Domingo. Pero también de cuestionarla, de trascenderla, de ponerla en proyecto.
El final de ese
camino elegido es, de algún modo, la creación de la bandera. La creación de un
sentido, ahora sí, radicalmente nuevo. Un signo blanco y celeste de las
diferencias ya irreconciliables con España, con la patria de los padres.