Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

jueves, 31 de diciembre de 2015

Aquel 31 de diciembre




Primera plana de Clarín, 31 de diciembre de 1999

Había que sacar el dinero de los cajeros automáticos, no fuera que el saldo quedara reducido a nada justo a las cero horas, un segundo. Las enfermeras tenían que estar atentas porque, a la hora fatídica, los pacientes con respiración asistida podían quedar sin ventilación pulmonar. Los bancarios tenían que hacer copias de seguridad de las cuentas por las dudas se borraran los movimientos contables. Y más valía no estar en el aire porque el control del tránsito aéreo podía volverse loco.
Los rumores más inverosímiles inquietaban aquel viernes 31 de diciembre de 1999.
Todo por un bug, un miserable error de software de los programadores. Para economizar memoria, omitieron los primeros dos dígitos del año en el almacenamiento de las fechas. Así, los equipos consignaban el año 1996, por ejemplo, simplemente como 96.
Pero ¿qué pasaría un segundo después del 31 de diciembre de 1999, cuando se registrase el 1° de enero de 2000? Las máquinas interpretarían el 2000 como 00, es decir 1900. Volveríamos, pues, al 1° de enero de 1900. Y el mundo se vendría abajo.
El efecto 2000 (también lo llamaron error del milenio) sería un colapso total porque, a esa altura, las tecnologías de la información ya dominaban el planeta.
Así llegamos a aquel viernes, despavoridos. 
Tocaron las doce campanadas. Un segundo, dos, tres. Un minuto. No pasó nada.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Domingo Faustino Quiroga Sarmiento




"Era mi padre un hombre dotado de mil cualidades buenas, que desmejoraban 
otras, que, sin ser malas, obraban en sentido opuesto.  (…) …arriero en la 
tropa, lindo de cara y con una irresistible pasión por los placeres 
de la juventud,  carecía de aquella constancia maquinal que funda las fortunas, 
y tenía… un odio invencible por el trabajo material, ininteligente y rudo 
en el que se había criado” (Recuerdos de provincia, Domingo F. Sarmiento)

Dice la leyenda que el apellido Sarmiento nace en la batalla de las Navas de Tolosa, que enfrentó a cristianos y musulmanes en 1212. Fue entonces cuando Pedro Ruiz distribuyó haces de sarmientos secos (los nudosos vástagos de la vid de donde brotan los racimos) entre sus cien caballeros para que los llevaran en su grupa. A su tiempo los encendieron y pusieron fuego a los víveres y las municiones de los almohades. Este ardid ayudó mucho a la victoria y, desde entonces, el caballero fue conocido como Sarmiento y sus descendientes pintaron en sus armas un sarmiento de vid verde en campo de plata.
Quien conocemos como Domingo Faustino Sarmiento buscó y rebuscó el origen de su familia. Fueron inútiles sus esfuerzos por ligar su apellido al del adelantado Pedro Sarmiento de Gamboa, aquel navegante que salió en vano a la caza del corsario Francis Drake.
Nunca conoció la leyenda de Pedro Ruiz y sus sarmientos. Le hubiera encantado, seguramente. Pero tuvo que conformarse con el apellido de aquel arriero, su padre, que prefería los caminos que se iban antes que los caminos que volvían.
No deja de ser curioso que el sanjuanino (que fue bautizado como Faustino Valentín, no como Domingo) no pesquisara el otro apellido de su padre, que no era solamente Sarmiento sino también Quiroga: José Clemente Cecilio de Quiroga Sarmiento.
El Quiroga (como el Valentín) desapareció sin que nadie sepa por qué.
Dicen los que saben que hubo por allí algún tatarabuelo común entre Facundo Quiroga y Domingo Faustino Sarmiento; que eran, en definitiva, primos en tercer o cuarto grado. ¡Vaya ironías que se permite la historia! 
  
¿Y si evocáramos a nuestros próceres en ocasión de su nacimiento 
y no de su muerte, como ahora?



lunes, 17 de agosto de 2015

San Martín niño



Francisco José (el uso familiar invertiría los nombres del bautismo) nació en la apartada reducción correntina llamada Nuestra Señora de los Reyes Magos de Yapeyú, donde su padre Juan de San Martín y Gómez era teniente de gobernador.
En 1781, los San Martín se fueron a Buenos Aires. La familia (todavía sin su jefe, que llegó tiempo después) se instaló en una casa de la calle San Juan (hoy Piedras), a una cuadra de la derruida iglesia de San Juan, al lado del convento de Santa Clara de las monjas clarisas capuchinas. La casa (una planta, ladrillo cocido con techo de tejas) estaba lejos de la opulencia de los señoriales barrios de La Merced o Santo Domingo. 
Ahí cerca vivía Bernardo Gregorio de las Heras, cuyo hijo Juan sería con el tiempo una de las espadas más destacadas del Libertador. Pero Juan tenía apenas un año de edad y José sólo tres.
Es improbable que se haya cruzado con alguno de los que serían los hombres de Mayo: Manuel Belgrano tenía once años y Juan José Castelli diecisiete. Mariano Moreno, que tenía casi la misma edad, vivía en otro barrio, el Alto de San Pedro González Telmo, también alejado porque su padre no era sino un oscuro empleado de las Cajas Reales.
Los San Martín estuvieron en Buenos Aires apenas tres años. A mediados de 1785, Carlos III ordenó que Juan fuera trasladado al estado mayor de la plaza de Málaga. El viejo capitán de cincuenta y siete años de edad y treinta y nueve de servicios era considerado “excedente” de los Reales Ejércitos.
En vano fatigó las antesalas de palacio para volver a las Indias. No le quedó sino dar un mandato de guerra a su descendencia. Uno a uno, sus hijos fueron entrando a los ejércitos del rey. Juan Fermín llegaría a comandante de húsares de Luzón, Manuel Tadeo a coronel de infantería y Justo Rufino, el más mundano, revistaría en el Real Cuerpo de Corps de Su Majestad.
El pequeño José Francisco sentó plaza como cadete en el regimiento de Murcia. Ya era hora, tenía once años. La infancia se había acabado.   

¿Y si evocáramos a nuestros próceres en ocasión de su nacimiento 
y no de su muerte, como ahora? 



 

En su Historia de San Martín, Bartolomé Mitre afirmó que José Francisco de San Martín estudió en el Seminario de Nobles de Madrid, la antesala del servicio en la Corte. Pero no hay constancias de ello. Lo más probable es que el chico hiciera sus primeras letras en la Real Escuela de Málaga. Aunque su verdadera formación la inició con el uniforme celeste y blanco del Regimiento de Murcia. Hay quien dice que su padre alteró la fecha natal para que el aspirante se acomodara a la edad mínima exigida: doce años.