Dice la leyenda que el apellido Sarmiento nace
en la batalla de las Navas de Tolosa, que enfrentó a cristianos y musulmanes en
1212. Fue entonces cuando Pedro Ruiz distribuyó haces de sarmientos secos (los
nudosos vástagos de la vid de donde brotan los racimos) entre sus cien
caballeros para que los llevaran en su grupa. A su tiempo los encendieron y
pusieron fuego a los víveres y las municiones de los almohades. Este ardid ayudó
mucho a la victoria y, desde entonces, el caballero fue conocido como Sarmiento
y sus descendientes pintaron en sus armas un sarmiento de vid verde en campo de
plata.
Quien conocemos como Domingo Faustino Sarmiento
buscó y rebuscó el origen de su familia. Fueron inútiles sus esfuerzos por
ligar su apellido al del adelantado Pedro Sarmiento de Gamboa, aquel navegante que
salió en vano a la caza del corsario Francis Drake.
Nunca conoció la leyenda de Pedro Ruiz y sus
sarmientos. Le hubiera encantado, seguramente. Pero tuvo que conformarse con el
apellido de aquel arriero, su padre, que prefería los caminos que se iban antes
que los caminos que volvían.
No deja de ser curioso que el sanjuanino (que fue
bautizado como Faustino Valentín, no como Domingo) no pesquisara el otro
apellido de su padre, que no era solamente Sarmiento sino también Quiroga: José
Clemente Cecilio de Quiroga Sarmiento.
El Quiroga (como el Valentín) desapareció sin
que nadie sepa por qué.
Dicen los que saben que hubo por allí algún
tatarabuelo común entre Facundo Quiroga y Domingo Faustino Sarmiento; que eran,
en definitiva, primos en tercer o cuarto grado. ¡Vaya ironías que se permite la
historia!
¿Y si evocáramos a nuestros próceres en ocasión de su
nacimiento
y no de su muerte, como ahora?