Los porteños solían tomar cantárida cuando dudaban de sus
erecciones por los muchos años, cuando ya no se ganan fuerzas sino sólo ganas.
La cantárida es un alcaloide tóxico que se obtiene de la mosca española, un escarabajo verde rojizo. En realidad, no es un
afrodisíaco sino un vaso dilatador; un vejigatorio,
como se lo llamaba antes.
En el Buenos Aires colonial se conseguía en la farmacia del
veneciano Angelo Castelli, el padre de Juan José Castelli, que estaba en la
esquina de San José y San Juan Bautista (hoy Perú y Alsina). Más de uno,
entusiasmado con las efímeras (y a menudo dolorosas) erecciones que
proporcionaba el alcaloide, exageraba la porción. Para qué, era un llorar
nocturno de vómitos y micciones.
Los riesgos de la cantárida provenían no sólo de las
desproporciones, también de los errores de los boticarios. Andrés Laguna, un
médico renancentista, contaba anécdotas como ésta:
En cierta botica de Metz, residiendo yo en aquella
ciudad, fue ordenada una medicina que llevaba cantáridas, para cierto novio
impotente; juntamente otra de cañafístula [un purgante], para refrescar el hígado, y los riñones del Guardián
de la Orden de San Francisco febricitante [que tiene fiebre o calentura]. Y
aconteció que, trastocando los brevages por equivocación, el novio (el cual
bevió la del fraile) llenó aquella noche de lodo o aún peor, a la cama y a la
novia; y el fraile, por otra parte, que tomó la del novio, anduviese por todo
el convento (como podéis bien pensar) hecho un endemoniado, que no bastaban
pozos, ni algibes, ni estanques, para enfriarle.