El joven Manuel Belgrano rinde examen de derecho en
la
célebre Universidad de Salamanca en 1787,
Rafael del Villar, circa 1910.
Complejo Museográfico Enrique Udaondo, Luján
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¿Cómo era Manuel Belgrano? ¿Pelo rojo y ojos castaños, como
decía el certificado de estudios del Real Colegio San Carlos? ¿Pelo rubio y
color muy blanco, algo rosado, como declaró su amigo José Celedonio Balbín?
¿Ojos color miel, como en el relicario que llevaba su hija Manuela? No sabremos
nunca cómo era en verdad, puesto que a la historia oficial no parece
interesarle más que las batallas. De la infancia o de la juventud de los
próceres, ni hablar.
Allá por 1910, cuando la burguesía todavía nos
inventaba los padres fundadores, alguien le encargó a Rafael del Villar
(1873/1952) que compusiera al Belgrano que estuvo siete años en España. Así lo
hizo. Pero la fecha dada es errónea. Es el 28 de enero de 1789
(faltaba nada para la toma de la Bastilla) cuando consigue su título de bachiller en leyes en la Real Universidad de Valladolid.
Parece más bien morocho, vestido a la vieja usanza (calzones
hasta debajo de las rodillas, medias blancas de seda). Y no faltan los íconos de
la cristiandad y la monarquía en las paredes, tal como les gustaba a los que
quisieron hacer nuestra historia como una continuidad del viejo imperio español.
Para entonces Manuel tenía diecinueve años. Es probable que
ya hubiese contraído sífilis. Como cualquier mozo de buena estampa, alguna
vez debe haber salido a la puerta de la ciudad, allá en el barranco, a
contratar alguna mujer enamorada,
como se les decía a las prostitutas. Hasta es probable que ya tuviera la
experiencia de las pajilleras, las
que masturbaban a sus clientes con dos dedos por un real o por dos si lo hacían
“a mano completa”. No digamos si era una de aquellas viejas desdentadas (todo
un mérito si se trataba de servicios bucales) que pululaban por Valladolid.
Después de todo, Manuel Belgrano no fue una figurita de
Billiken.