Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

martes, 24 de mayo de 2016

Qué fue de Cisneros




Juan Larrea, el hombre más rico de la Primera Junta, 
fue procesado por defraudación al fisco cinco años 
después  de la Revolución de Mayo. 
Un mal día no pudo levantar un pagaré 
y decidió degollarse con su propia navaja.
Para empezar, lo dejaron de patitas en la calle. “El presidente [de la Junta, Cornelio Saavedra] habita en el Real Fuerte, de donde me obligó a trasladarme a una casa particular, tiene los mismos honores que un virrey…”, decía un Cisneros estupefacto. No podía creer que esos aventureros lo ningunearan como lo hacían.   
Esa tarde fue el acabose. Era el viernes 22 de junio de 1810. A eso de las siete y media, un oficial lo intimó a presentarse de inmediato en el Fuerte para tratar una cuestión sumamente importante. Estaba en bata, tuvo que ponerse un jubón y la peluca a toda prisa.
En el Fuerte se encontró con los oidores y los fiscales de la Real Audiencia, que también habían sido convocados perentoriamente. Los hicieron esperar. Allí estaban, el virrey y sus funcionarios, con toda su humillación a cuestas.
Al rato, aparecieron dos de esos que se hacían llamar vocales, un tal Castelli y un tal Matheu. Les dijeron que sus vidas corrían peligro y que era menester que se embarcaran sin demoras a España. No hubo lugar a réplica. Media hora después estaban en dos carruajes con custodia militar que los llevó a un bote y, de allí, a una nave británica con un solo mástil.
A la luz de unos malos candiles, se presentó el capitán, Mark Bayfield. No era un corsario, como pensaron los desterrados. Era, más bien, un honrado contrabandista.
Al pobre de Bayfield lo habían pillado con unas pocas mercaderías que incluían ocho barricas de rapé. Bien torpe tiene que haber sido porque los aduaneros no prendían a nadie.
Parece ser que Bayfield había hecho buenas migas con Juan Larrea, el catalán que hacía sus buenos negocios con los capitanes de ultramar. Lo cierto es que, en nombre de la Junta, contrató al bravo marino británico. A cambio de depositar en las Canarias a los deportados se le devolverían las mercaderías decomisadas, las que podría introducir libres de derechos.
Las instrucciones de Larrea fueron precisas: “Apenas reciba a bordo las personas que debe conducir se hará a la vela sin detenerse un momento, y sin tocar Montevideo, Maldonado ni ningún otro puerto español de América; cuidará de alejarse de la costa para no ser alcanzado por nadie”.
Con esta misión entre ceja y ceja, Bayfield poco se preocupó por sus pasajeros. Tuvieron que arreglarse con unas cuchetas en la popa. Y no todos. El señor fiscal Villota no tuvo dónde dormir, obligado a no desnudarse en toda la navegación y a pasar las noches con una frazada sobre un duro banco, siempre al sereno y no pocas veces mojado. Y no hablemos de cuando, aun en plena tormenta, había que salir a hacer sus necesidades en esa tabla ancha que asomaba al agua porque, desde luego, no había retretes.  
Setenta y dos días llevó la travesía hasta las Canarias. Cuando la nave volvió, en marzo de 1811, Larrea se presentó para pedir en nombre de Bayfield las franquicias que tan valientemente había merecido. Las barricas de rapé, dicen, se vendieron magníficamente.