Para empezar, lo dejaron de patitas en la calle. “El presidente [de la Junta, Cornelio Saavedra] habita en el Real Fuerte, de donde me obligó a trasladarme a una casa particular, tiene los mismos honores que un virrey…”, decía un Cisneros estupefacto. No podía creer que esos aventureros lo ningunearan como lo hacían.
Esa tarde
fue el acabose. Era el viernes 22 de junio de 1810. A eso de las siete y media,
un oficial lo intimó a presentarse de inmediato en el Fuerte para tratar una
cuestión sumamente importante. Estaba en bata, tuvo que ponerse un jubón y la
peluca a toda prisa.
En el
Fuerte se encontró con los oidores y los fiscales de la Real Audiencia, que
también habían sido convocados perentoriamente. Los hicieron esperar. Allí
estaban, el virrey y sus funcionarios, con toda su humillación a cuestas.
Al rato,
aparecieron dos de esos que se hacían llamar vocales, un tal Castelli y un tal
Matheu. Les dijeron que sus vidas corrían peligro y que era menester que se
embarcaran sin demoras a España. No hubo lugar a réplica. Media hora después
estaban en dos carruajes con custodia militar que los llevó a un bote y, de
allí, a una nave británica con un solo mástil.
A la luz de
unos malos candiles, se presentó el capitán, Mark Bayfield. No era un corsario,
como pensaron los desterrados. Era, más bien, un honrado contrabandista.
Al pobre de
Bayfield lo habían pillado con unas pocas mercaderías que incluían ocho
barricas de rapé. Bien torpe tiene que haber sido porque los aduaneros no
prendían a nadie.
Parece ser
que Bayfield había hecho buenas migas con Juan Larrea, el catalán que hacía sus
buenos negocios con los capitanes de ultramar. Lo cierto es que, en nombre de
la Junta, contrató al bravo marino británico. A cambio de depositar en las
Canarias a los deportados se le devolverían las mercaderías decomisadas, las
que podría introducir libres de derechos.
Las
instrucciones de Larrea fueron precisas: “Apenas reciba a bordo las personas
que debe conducir se hará a la vela sin detenerse un momento, y sin tocar
Montevideo, Maldonado ni ningún otro puerto español de América; cuidará de
alejarse de la costa para no ser alcanzado por nadie”.
Con esta
misión entre ceja y ceja, Bayfield poco se preocupó por sus pasajeros. Tuvieron
que arreglarse con unas cuchetas en la popa. Y no todos. El señor fiscal
Villota no tuvo dónde dormir, obligado a no desnudarse en toda la navegación y
a pasar las noches con una frazada sobre un duro banco, siempre al sereno y no
pocas veces mojado. Y no hablemos de cuando, aun en plena tormenta, había que
salir a hacer sus necesidades en esa tabla ancha que asomaba al agua porque,
desde luego, no había retretes.
Setenta y
dos días llevó la travesía hasta las Canarias. Cuando la nave volvió, en marzo
de 1811, Larrea se presentó para pedir en nombre de Bayfield las franquicias que tan valientemente había merecido. Las barricas de rapé, dicen, se
vendieron magníficamente.