Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 6 de octubre de 2012

Bañarse en público

Vista de la calle San Martín al 200, Buenos Aires 
Dibujo de T. Taylor en Viaje al Plata en 1886

Hacia fines del siglo XIX, los higienistas declararon que los microbios prosperaban en el sudor, el polvo, la mugre en la piel. La pulcritud, entonces, se convirtió en un precepto moral que la gente bien debía acatar, como mínimo, una vez a la semana.
No era para cualquiera. Los Mansilla tenían carro aguatero propio para acarrear el agua desde el río. Otras familias adineradas podían pagar un aguatero para llenar la tina. O alquilar un carretón, “a cualquier hora del día o de la noche, con la bañadera competente”, como anunciaba La Gaceta Mercantil.
Richard Burton, un viajero inglés, recomendaba a sus compatriotas el Hotel Universal pues tiene la ventaja de ser un establecimiento de baños donde por el uso de una vieja tina de estaño con manija en sus dos extremos y llena de turbia agua del Plata usted paga tanto como un “bain complet” de primera clase.
Otra alternativa eran los baños públicos en el centro de la ciudad: El Gimnasio, en la calle Florida, que era también una escuela de natación, o La Argentina, en Bartolomé Mitre.
En el dibujo se ve la fachada imponente de L’Universelle, en San Martín 148, a la izquierda del viejo edificio de la Bolsa de Comercio (luego el Banco Central), con su reja de hierro forjado y sus cuatro faroles de gas. Pero había que tener cincuenta centavos para entrar.
Para los que no los tenían (la inmensa mayoría) no había más que el sudor para lavar la piel.