Vista
de la calle San Martín al 200, Buenos Aires
Dibujo de T. Taylor en Viaje al Plata en 1886
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Hacia fines del siglo XIX, los
higienistas declararon que los microbios prosperaban en el sudor, el polvo, la
mugre en la piel. La pulcritud, entonces, se convirtió en un precepto moral que la gente bien debía acatar, como mínimo, una vez a la semana.
No era para cualquiera. Los Mansilla
tenían carro aguatero propio para acarrear el agua desde el río. Otras familias
adineradas podían pagar un aguatero para llenar la tina. O alquilar un
carretón, “a cualquier hora del día o de la noche, con la bañadera competente”,
como anunciaba La Gaceta Mercantil.
Richard Burton, un viajero
inglés, recomendaba a sus compatriotas el Hotel Universal pues tiene la ventaja de ser un establecimiento de baños donde por el
uso de una vieja tina de estaño con manija en sus dos extremos y llena de
turbia agua del Plata usted paga tanto como un “bain complet” de primera clase.
Otra alternativa eran los baños
públicos en el centro de la ciudad: El
Gimnasio, en la calle Florida, que era también una escuela de natación, o La Argentina, en Bartolomé Mitre.
En el dibujo se ve la fachada
imponente de L’Universelle, en San
Martín 148, a la izquierda del viejo edificio de la Bolsa de Comercio (luego el
Banco Central), con su reja de hierro forjado y sus cuatro faroles de gas. Pero
había que tener cincuenta centavos para entrar.
Para los
que no los tenían (la inmensa mayoría) no había más que el sudor para lavar la piel.