En el Buenos Aires colonial, los pies diminutos aparecían como signo de lo femenino, como algo apetecible de ver (y de tocar, si hemos de creer que la vista no es más que la prefiguración del tacto). Alcide D’Orbigny esperaba que los caprichos de las faldas echadas al viento dejaran ver el más lindo piecito del mundo, oprimido por unas medias de seda, blancas, y por un zapato de la misma tela o de raso...
Al principio los tacones eran altos hasta la exageración. Las señoras querían ganar altura como un modo espacial de significar su propia estatura social. Puede que también los usaran para denotar su distanciamiento de los trabajos manuales. Ninguna lavandera hubiera podido cruzar la ciudad poceada y pantanosa para ir al río sobre esos zancos. Pero rápidamente los tacos se rebajaron hasta desaparecer. Hacia fines del siglo XVIII, no había quien no calzara zapatos de difuntos, desprovistos de adornos y de tacos.
Aun las damas más distinguidas cosían sus propios zapatos. Conservaban las hormas en los costureros y ordenaban las suelas a los zapateros. Usaban las telas más lujosas, como el raso. Preferían que fuera blanco porque ese color ponía evidencia su condición social. De nuevo, ninguna mujer de la plebe urbana hubiera podido conservar la blancura de los escarpines en aquellas calles polvorientas.
Como los vestidos se usaban cortos, y llevaban rica media de seda, bastaba ver el pie de una persona, para saber si era distinguida, puesto que la gente de segunda clase, y las sirvientas, nunca usaban calzado semejante.
La otra cara de la moneda, pero la misma moneda clasista, eran los pobres, que andaban descalzos o, si la caridad de sus amos lo disponía, calzados a la buena de Dios. De aquí viene la palabra “chancleta” –escribía la memoriosa Mariquita Sánchez-, porque los ricos daban los zapatos usados a los pobres y estos no se los podían calzar y entraban lo que podían del pie y arrastraban los demás.
De modo que la mirada a los pies no era meramente erótica. Era también una mirada de clase social.