Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

sábado, 10 de marzo de 2012

Para una historia de los zapatos

En el Buenos Aires colonial, los pies diminutos aparecían como signo de lo femenino, como algo apetecible de ver (y de tocar, si hemos de creer que la vista no es más que la prefiguración del tacto). Alcide D’Orbigny esperaba que los caprichos de las faldas echadas al viento dejaran ver el más lindo piecito del mundo, oprimido por unas medias de seda, blancas, y por un zapato de la misma tela o de raso...
Al principio los tacones eran altos hasta la exageración. Las señoras querían ganar altura como un modo espacial de significar su propia estatura social. Puede que también los usaran para denotar su distanciamiento de los trabajos manuales. Ninguna lavandera hubiera podido cruzar la ciudad poceada y pantanosa para ir al río sobre esos zancos. Pero rápidamente los tacos se rebajaron hasta desaparecer. Hacia fines del siglo XVIII, no había quien no calzara zapatos de difuntos, desprovistos de adornos y de tacos.
Aun las damas más distinguidas cosían sus propios zapatos. Conservaban las hormas en los costureros y ordenaban las suelas a los zapateros. Usaban las telas más lujosas, como el raso. Preferían que fuera blanco porque ese color ponía evidencia su condición social. De nuevo, ninguna mujer de la plebe urbana hubiera podido conservar la blancura de los escarpines en aquellas calles polvorientas.
Como los vestidos se usaban cortos, y llevaban rica media de seda, bastaba ver el pie de una persona, para saber si era distinguida, puesto que la gente de segunda clase, y las sirvientas, nunca usaban calzado semejante.
La otra cara de la moneda, pero la misma moneda clasista, eran los pobres, que andaban descalzos o, si la caridad de sus amos lo disponía, calzados a la buena de Dios. De aquí viene la palabra “chancleta” –escribía la memoriosa Mariquita Sánchez-, porque los ricos daban los zapatos usados a los pobres y estos no se los podían calzar y entraban lo que podían del pie y arrastraban los demás.
De modo que la mirada a los pies no era meramente erótica. Era también una mirada de clase social. 

domingo, 4 de marzo de 2012

Personajes. Domingo Belgrano

Iglesia de Santo Domingo,
Emeric Essex Vidal, 1820

Cuando encarcelaron a su padre y le embargaron los bienes, en 1788, Manuel Belgrano estaba en cursando Leyes en la Real Universidad de Salamanca. Eso le ahorró los bisbiseos maliciosos de las señoras en el atrio de Santo Domingo, a metros apenas de la casona de los Belgrano.
Su padre Domenico, que había castellanizado su nombre, lo había mandado a Europa con su hermano Francisco “para que se ynstruyan en el comercio, se matriculasen en el y regresen con mercaderías a estos Reynos”. Había allí un claro mandato paterno.
Pero Manuel rehusó ese destino. No tanto por la vergüenza de su padre estafador, sino porque en Salamanca había aprendido con los fisiócratas que el monopolio era una mala cosa. Pero algo le deben haber pesado las trapisondas de su progenitor puesto que, cuando fue Secretario del Real Consulado, apostrofó a los comerciantes que “nada saben más que su comercio monopolista, a saber, comprar por cuatro para vender por ocho, con toda seguridad”.