Iglesia de Santo Domingo, Emeric Essex Vidal, 1820 |
Cuando encarcelaron a su padre y le embargaron los bienes, en 1788, Manuel Belgrano estaba en cursando Leyes en la Real Universidad de Salamanca. Eso le ahorró los bisbiseos maliciosos de las señoras en el atrio de Santo Domingo, a metros apenas de la casona de los Belgrano.
Su padre Domenico, que había castellanizado su nombre, lo había mandado a Europa con su hermano Francisco “para que se ynstruyan en el comercio, se matriculasen en el y regresen con mercaderías a estos Reynos”. Había allí un claro mandato paterno.
Pero Manuel rehusó ese destino. No tanto por la vergüenza de su padre estafador, sino porque en Salamanca había aprendido con los fisiócratas que el monopolio era una mala cosa. Pero algo le deben haber pesado las trapisondas de su progenitor puesto que, cuando fue Secretario del Real Consulado, apostrofó a los comerciantes que “nada saben más que su comercio monopolista, a saber, comprar por cuatro para vender por ocho, con toda seguridad”.
Domenico Francesco Belgrano Peri o, si se quiere, Domingo Francisco Belgrano Pérez (1730/1795) nació en un pequeño pueblo de la Liguria, Oneglia, sobre la costa perteneciente por entonces al Rey de Sardegna. En Cádiz consiguió carta de naturaleza, que no se concedía así como así. En 1750, se afincó en Buenos Aires.Al morir, tenía la segunda fortuna de la ciudad. Vendía lingotes de plata y compraba esclavos a Brasil. Adquiría efectos de Castilla en Cádiz y los colocaba en las provincias. Invertía en mansiones (tenía cuarenta), tiendas, haciendas y minas.
Para comprender cómo levantó semejante emporio, conviene saber algo de la economía colonial.
Más allá del monopolio violado una y otra vez por comerciantes, funcionarios y curas, lo central era la enorme escasez de moneda metálica. La moneda era un indicador de valor en los papeles, no en la vida cotidiana. Muchos ni siquiera conocían un doblón. No pocas transacciones se pagaban con monedas de la tierra, rudimentarios instrumentos de canje. Los tenderos y los pulperos, faltos de cambio, cortaban a formón los pesos y los medios pesos. Los mercaderes daban en señas (discos de plomo, madera u hojalata) el vuelto de medio real. Cómo sería que la moneda buena tenía premio, un plus de valor que generalmente era del 7 por ciento.
El negocio, está claro, era tener moneda contante y sonante. Y Domingo Belgrano la tenía. Así podía imponer precios y condiciones. Lo malo era que no siempre la obtenía, digamos, éticamente.
El historiador económico Jorge Gelman narra varios de estos negocios non sanctos. Detengámonos sólo en uno: el fiado a los milicianos de Corrientes.
La Real Hacienda les debía los sueldos de más de dos años a doscientos milicianos correntinos. Hartos, mandaron a Philipe Díaz Colodrero a gestionar en Buenos Aires el cobro en efectos de Castilla (bretañas, bayetas de cien hilos, piezas de cotonia, lienzo de lino, sombreros de terciopelo, charreteras, botones, cintas, hilos, cuchillos) a cambio de una libranza por la cual Domingo podía cobrar para sí la deuda; en plata, desde ya.
El documento se extendió con todas las formalidades. Domingo entregó mercadería por unos 39.000 pesos contra un libramiento de alrededor de 55.000. Por añadidura, en plata, es decir, con premio.
Los efectos de Castilla fueron valuados a precios muy superiores a los normales en plaza (por ejemplo, una vara de bayeta era un 50 por ciento más barata). Pero este detalle sólo se supo más tarde con las actuaciones judiciales.
Lo cierto es que la mercadería partió en una barcaza que, cosas del destino, tuvo un accidente. Domingo hizo la cuenta: transporte del almacén al río, costo del flete hasta Corrientes, arreglo de la avería igual a tanto. “Tanto” representaba un descuento a cada miliciano de más del 33 por ciento, en promedio. Una estafa hecha y derecha.
Los milicianos iniciaron un juicio contra el comerciante. Hubo que mover algunas influencias que, desafortunadamente, no pasaron inadvertidas. El Alguacil Mayor encontró que “estos señores de Buenos Aires habían puesto en la Corte 200.000 pesos para haber un virrey de la parcialidad de ellos”. ¿El marqués de Loreto? Quién sabe.
El juicio se perdió en la noche de los tiempos. Nadie se acordó que, cuando Díaz Colodrero llegó a Buenos Aires, la Real Hacienda hacía rato que había ordenado el pago de los sueldos atrasados. Cosa que Domingo, claro, se preocupó en disimular.