Publicidad de "La Fitina", 1909 |
En los 900, las mujeres de más de veinticinco años envejecían
como una hoja que amarillea en abril. No era mucho lo que podían hacer. Pero
debían hacerlo. Para eso en la mesa de toilette –decía La Nación- debía haber un arsenal de afeites sencillos. “Grasa de cerdo benzoatada para
las manos agrietadas. Manteca de coco para fortalecer las cejas. Aceite de almendras dulces para
las uñas quebradizas. Avena fina para
suavizar el agua. Polvo de tiza precipitada
como dentífrico. Vino blanco como
agua astringente. Agua de alhuceña para
añadir un poquito al agua de lavarse. Agua de saúco para refrescar la cara cuando está muy
encendida”.
La cara “muy encendida” era señal de un desequilibrio
nervioso, alguna emoción inconfesable, sin control. Nada mejor, entonces, que la
Fitina. “Me he puesto así, linda, con el uso de la Fitina”, dice esta bella
muchacha envuelta en gasas negras. Que, seguramente, pasó los veinticinco.