El tango nace prostibulario. Quienes lo afirman tiran sobre la mesa decenas de partituras para piano, generalmente sin letra, pero con títulos con doble sentido. Afeitáte el 7 que el 8 es fiesta. Hacéle el rulo a la vieja. Ni hablar de Cara sucia, cuyo título originario no aludía precisamente a la cara por lavar.
Una de esos tangueros pícaros fue Bernardino Terés, que compuso un tango “sobre las populares canciones La Marquesita y La Carolina”. En la partitura se ve un caballero (algo procaz, a decir verdad), que le pide a una señorita displicente que le interprete precisamente La Carolina. Un desgraciado error tipográfico hace que en la partitura se lea todo corrido: Tocámela Carolina.
En lo que nadie repara es que esos tangos son para piano. En las primeras décadas del siglo XX hay un activo mercado de partituras para piano. Ahora, ¿quiénes compran las partituras? Las chicas (y, por qué no, las señoras) de clase media. Las mismas que, si alguien las mira, aprietan las piernas de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda, como decía Oliverio Girondo.
Tal vez esta música equívoca se escucha en las vitrolas de los prostíbulos, pero sin duda se toca a la hora de la siesta en el comedor de las casas de barrio.
Como fuere, Ernesto Sábato refuta la asimilación del tango al sexo. Se crea lo que no se tiene, argumenta, lo que nos causa ansiedad y esperanza. A fines del siglo XIX, el inmigrante solitario que entra a los lupanares resuelve su necesidad sexual con trágica facilidad. El acto sexual, entonces, es doblemente triste: deja al hombre en la soledad inicial y lo enfrenta a la frustración de haber intentado quebrarla sin éxito.
De modo que el tango, dice Sábato, no evoca el prostíbulo sombrío. Invoca la añoranza de la mujer, el cuerpo Otro. Tal vez por eso es triste.