El fusilamiento de Dorrego, Roberto Duarte, 1991
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Era un 13 de diciembre como todos los 13 de diciembre. Caluroso,
húmedo de río. El viento traía el vaho pestilente del zanjón de
Granados. Como siempre, Isabel había abierto el salón a sus allegados.
El criado ofrecía candeal (esa especie de ponche hecho de
leche, huevo, trigo candeal y algo de aguardiente) en pesadas copas de cristal europeo.
Algunos preferían horchata o naranjada de naranjas venidas de San Isidro. En
una mesa había buñuelos fritos con miel, alfeñiques y pasteles bien rociados
con azúcar blanco del Brasil.
Nada faltaba en los recibos de Isabel, que había aprendido
las artes de recibir de Facundo Quiroga, a cuyo salón iba con su madre, doña
Ángela, cuando era apenas una niña.
Sentada sobre una anacrónica tarima de recibo la mujer llevaba
su habitual vestido de misa, negro como el ala de un cuervo. Tenía el empaque
entre distante y asustado de una señorita soltera, pese a que hacía rato que había
pasado la edad de merecer.
Después de los refrescos, Isabel llamó al criado con un
gesto que dio a entender a los invitados que se serviría un plato especial. Al
momento, el moreno trajo una bandeja de plata.
Y, sobre ella, un plato de loza inglesa con la cabeza de un
gallo recién degollado. –Es la cabeza de
Lavalle, dijo Isabel, como todos los 13 de diciembre, el día que Juan Galo
de Lavalle mandó fusilar a su padre, Manuel Dorrego.