El fusilamiento de Dorrego, Roberto Duarte, 1991
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Era un 13 de diciembre como todos los 13 de diciembre. Caluroso,
húmedo de río. El viento traía el vaho pestilente del zanjón de
Granados. Como siempre, Isabel había abierto el salón a sus allegados.
El criado ofrecía candeal (esa especie de ponche hecho de
leche, huevo, trigo candeal y algo de aguardiente) en pesadas copas de cristal europeo.
Algunos preferían horchata o naranjada de naranjas venidas de San Isidro. En
una mesa había buñuelos fritos con miel, alfeñiques y pasteles bien rociados
con azúcar blanco del Brasil.
Nada faltaba en los recibos de Isabel, que había aprendido
las artes de recibir de Facundo Quiroga, a cuyo salón iba con su madre, doña
Ángela, cuando era apenas una niña.
Sentada sobre una anacrónica tarima de recibo la mujer llevaba
su habitual vestido de misa, negro como el ala de un cuervo. Tenía el empaque
entre distante y asustado de una señorita soltera, pese a que hacía rato que había
pasado la edad de merecer.
Después de los refrescos, Isabel llamó al criado con un
gesto que dio a entender a los invitados que se serviría un plato especial. Al
momento, el moreno trajo una bandeja de plata.
Y, sobre ella, un plato de loza inglesa con la cabeza de un
gallo recién degollado. –Es la cabeza de
Lavalle, dijo Isabel, como todos los 13 de diciembre, el día que Juan Galo
de Lavalle mandó fusilar a su padre, Manuel Dorrego.
La leyenda de los siniestros 13 de diciembre, recogida por
Daniel Balmaceda, expresa la triste experiencia de Isabel Dorrego, nacida en
Buenos Aires en el año de la Independencia y fallecida quién sabe dónde y
cuándo.
A fines de 1816, Manuel Críspulo Bernabé (1787/1828) Dorrego
se malquistó con el Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón, que le ordenó que
se incorporara al Ejército de los Andes. Él pidió medios para trasladar a su
familia. Que vayan en carreta, le respondió Pueyrredón, harto de ese coronel
respondón. Pero él persistió en su altanería de modo que lo condenaron a
extrañamiento perpetuo. Lo despacharon incomunicado a la isla de Santo Domingo,
por entonces colonia española.
El Director Supremo dispuso que su esposa, Ángela Baudrix (1797/1871), e Isabel disfrutasen de la mitad del sueldo del coronel. Pero no alcanzaba. Las quejas se me ahogan dentro de mi pecho,
escribió la mujer.
Mientras tanto, Manuel consiguió que la goleta en la que lo
habían embarcado lo dejara en la isla del Pino, cerca de Cuba. Después de unas
confusas peripecias, incluyendo andanzas de piratas, llegó a Baltimore.
Es probable que la rebeldía de Manuel haya hecho que doña
Ángela no cobrara su pensión o, al menos, la deben haber retaceado bastante. Ella
e Isabel vivían en la quinta de San Isidro.
En 1820, Manuel se lió en política. Isabel crecía. Bordaba y
decía sus oraciones. No le llegaba a la cintura del padre cuando le bordó unos
preciosos tiradores. Tuvo golpes de suerte. Se exilió en Montevideo. Regresó.
Litigó con Rivadavia. Y, lo que es peor, rozó los intereses imperiales de Gran
Bretaña.
Juan Galo de Lavalle lo batió en Navarro. El 13 de diciembre de 1828, lo
fusiló como si fuera un bandido y no el gobernador y capitán general de la
provincia de Buenos Aires.
Una hora antes de morir, Manuel escribió varias cartas. Querida Isabel, te devuelvo los tiradores
que hiciste a tu infortunado padre, -le escribió a la mayor de sus dos
hijas.
La muerte trágica de Dorrego se hizo cielitos que se
cantaban en las pulperías. Las cartas que dejó se recitaban de memoria. Pero las
Dorrego la pasaron mal. Recién en 1847
les dieron un dinero regular. Dicen que doña Ángela tuvo que trabajar como
costurera para la ropería de Simón Pereyra, un oficio para mujeres de otra
condición. También dicen que su hija, todavía niña, la ayudaba.
No sabemos qué fue de la vida de Isabel Dorrego. Inesperadamente,
la encontramos en Río de Janeiro, en abril de 1853. Estaba esperando la
inauguración del hospicio para alienados Pedro II, que se abriría ocho meses
más tarde. Pedía que la recibiesen como pensionista
de primera clase, es decir, con derecho a cuarto separado y tratamiento especial.
Isabel estaba loca.