San Martín
tenía miedo. Después de la hecatombe en Rancagua, en la primavera de 1814, los
realistas podían invadir Cuyo tranquilamente. Las fuerzas cuyanas eran todavía exiguas:
los chilenos vencidos que quedaron vivos y menos de mil milicianos mendocinos sin
armamentos ni instrucción alguna. Los únicos veteranos eran los veinte o
treinta blandengues que hacían sebo en el fuerte de San Carlos.
En esos
días llegó a Chile el mariscal Casimiro Marcó del Pont. Venía de compartir la
prisión con Fernando VII, nada menos. Era un tanto afectado, el hombre. Los que
no le querían lo llamaban la Pompadour.
Fue aquel petimetre que dijo que firmaba con mano blanca, no con mano negra
como la de San Martín.
Es probable
que sus espías le dijeran que el Ejército de los Andes era
todavía de papel. Y que el Ejército del Norte andaba a los tumbos. La invasión
a Cuyo, en esos momentos, era una oportunidad sin igual. El éxito hubiera
puesto a los realistas en condiciones de atacar por la espalda a los criollos insurgentes.
Pero el
mariscal Casimiro Marcó del Pont no invadió. Estaba convencido que un ejército no podía cruzar los
Andes.