Callao y Córdoba
era un desierto. En la zona no había más que quintas aisladas. La que alquilaba
James Bevans tenía más de dos cuadras de frente, ninguna calle la dividía en
manzanas. De vez en cuando había alguna hilera de tunas que pretendía, sin
lograrlo, marcar los límites entre las propiedades.
Era el
verano de 1835. Las estrellas se estaban quietas, ahogadas en la Vía Láctea.
Priscilla, la mujer de James, había hecho pudding
con gusto a su Birmingham natal. Hacía mucho calor, de modo que abrieron de par en par las
puertas que daban al patio. A las siete y media, se sentaron a comer.
De repente,
unos hombres emponchados con las caras cubiertas irrumpieron en la casa. Uno de
ellos se arrojó, cuchillo en mano, sobre James y, de un solo tajo, le cortó los
faldones de la casaca donde el hombre llevaba un par de pistolas.
Los ataron
a las sillas, los codos pegados. A todos menos a un chiquilín de doce años que,
de casualidad, estaba en una pieza contigua.
Vaciaron el
contenido de las cómodas y los armarios en ponchos, colchas y hasta en el forro
de algún colchón. El botín era jugoso.
Mientras
tanto, el chico escapó por un ventanuco. Corrió cinco, seis cuadras hasta la
quinta más próxima. Entre discusiones y titubeos se armó un grupo de valientes:
el capataz, un peón, el sirviente y el alcalde, que vivía enfrente. Y allá
fueron.
Cuando
llegaron sólo pudieron soltar a los demudados Bevans. Los maleantes habían
tenido tiempo de hacer sus atados y perderse en la noche. Nunca los
encontraron.