Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Imago nos: Hombres de barba


Vivía ahí nomás, a la vuelta. No tenía que pedir turno.  Se sentaba en el sillón 
que no era de hierro fundido como los de ahora. 
Ángel Sáez desplegaba un gran paño blanco con un rápido gesto dramático 
que tronaba a sábana limpia. Lo enjabonaba con la brocha. 
Y  después ponía el filo de la navaja sobre el cuello ofrecido de Bartolomé Mitre.

No era una peluquería cualquiera. Era la famosa Casa Roca y Ruiz, en la calle Florida, nada menos. Los espejos duplicaban los cuerpos: los clientes que esperaban, los clientes felizmente atendidos. Y los peluqueros, tocadores profesionales de varones que seguro no se dejaban tocar por otros varones.
En la peluquería hay más que los reflejos de los espejos.
La modernidad ha hecho que pusiéramos un espacio de reserva entre nosotros y los otros. Tocar al otro, al otro desconocido, es meterse en una intimidad inquietante. De modo que levantamos fronteras.
Tantas que, a veces, nos quedamos huérfanos de contacto. Cuando eso sucede, están lo que el etólogo Desmond Morris llama los tocadores profesionales. Los médicos, los masajistas, los peluqueros. Ellos tocan nuestros cuerpos amparados en rituales consentidos.
Los peluqueros de Roca y Ruiz se ponían un poco de la Loción Higiénica de Eucaliptus de la casa en las manos. Y las pasaban como una caricia por las mejillas recién rasuradas. Los clientes sentían ese aroma, ese placer permitido que en otras circunstancias habría sido turbador. 
Después se iban taconeando fuerte. Como hombres con toda la barba.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Imago nos: El bondi


Bondi proviene de bonde, una palabra del portugués 
brasileño que significa “tranvía”. De modo que llamamos 
al colectivo con el nombre secreto de los tranvías desaparecidos. 

Volviendo del trabajo, Crítica; 22/2/1961.  Archivo General de la Nación.   

Son seis. No hay más que contarlos: son seis los que están colgados del estribo. Alguien corre detrás con la vana ilusión de treparse también él.
No hay nada más inútil que ese espejo retrovisor: el colectivero no ve más que cuerpos amuchados. 
El colectivo se inclina bajo su peso, se queja con una queja de amortiguador.
Adentro, olor a transpiración vieja, alguna flatulencia silenciosa. No importa, todos simulan no oler, ni oír, ni tocar. Porque, claro, los cuerpos se tocan, forman racimos como uvas apretadas, impúdicas.  
En otras circunstancias, el tocamiento de los cuerpos es una transgresión. En el colectivo se mira para otro lado, se finge indiferencia. Hay un borramiento de los cuerpos.
Es el verano de 1961. Con el desarrollismo, ya nadie trabaja donde vive. Las fábricas se alejaron de los barrios. Por eso los colectivos estiraron sus recorridos mucho más de lo que habían hecho antes los tranvías. Así, uno trabaja ocho horas pero pasa no menos de once horas fuera de casa si se tiene en cuenta el viaje.
En el Maipo, esa caja de resonancias, Pepe Arias se deshace en monólogos. No es casualidad, diría Oscar Troncoso. El viejo actor con su voz cascada, sus hombros agobiados, expresaba a ese tipo bueno, simple, desbaratado por una sociedad que no entendía.   

martes, 4 de octubre de 2016

Imago nos: Paseo del Bajo

Paseo de Julio (Leandro N. Alem), circa 1867, según Benito 
Panunzi. Todavía no existen las clásicas recovas  exigidas  a los 
dueños de los inmuebles con frentes entre Rivadavia y Tucumán en 1875.


Tiene olor a puerto. A “puerto mutilado sin mar”, diría Borges; por eso, puerto con olor a río y marejada. Es el Paseo de Julio, al que también se llama Paseo del Bajo. Un barrio portuario, marginal, asomado al río por encima del murallón que levantó Rosas.
La calle se desbarranca, ribeteada de tiendas. Pero, aunque sean más o menos clandestinas, también hay fondas, posadas, casas de tolerancia para los marineros de paso. Lo que se ve es un cartel que dice English Taylor & Drapery, “Sastrería y ropería inglesa”; así, en inglés. 
Al fondo, sobre el horizonte de techos, otro cartel: Hotel Provence que, más allá del nombre pretencioso, parece tener por lo menos tres pisos, no está mal.
Después, las lonas de las tiendas perfectamente alineadas sobre veredas precarias. Delante de ellas, tal vez, las vías del tranvía a caballo de la muy británica Buenos Aires Northern Railway, el Ferrocarril del Norte.
Dentro de poco, en 1887, vendrá el relleno de la costa para construir Puerto Madero. Y el Paseo de Julio quedará para siempre con nostalgias del río.