Por qué Historias con Lupa

Si uno le pone una lupa a una tela aparentemente lisa descubre nudos impensados, hilos desparejos antes imperceptibles. Lo mismo pasa con la Historia. Cuando uno la mira con una lente inquisitiva, aparecen las vidas privadas, las mezquindades y los heroísmos y, en el fondo silencioso, los deseos, esos que explican de verdad las conductas. Esto queremos aquí: mostrar las historias con minúscula, los hilos imperfectos pero espléndidos que forman el tejido de la Historia con mayúscula.

Pero hay también otro modo. Una historia, esta vez de lo más íntimo, el cuerpo, escrita con imágenes. Para eso hay que ir a www.imagenesdelcuerpo.blogspot.com.

viernes, 12 de marzo de 2021

El No de las niñas



-No, Padre.

El No no se quedó quieto. Salió por la calle del Empedrado y empezó a golpear las puertas de las niñas del pueblo pequeño al que todos llaman Buenos Aires, la capital del virreinato del Río de la Plata.

Los padres no le querían abrir, pero entró igual. Les levantó las polleras a las señoras que iban a misa. Incomodó hasta al mismísimo obispo cuando tomaba la sopa.

¿Qué había sucedido?

Pues que Mariquita Sánchez, una mocosa de quince años, reclamó su cuerpo. Vaya atrevimiento.

El buen Padre había resuelto darla en matrimonio a un viudo algo agriado y mucho viejo, pero excelente partido puesto que permitía una alianza provechosa para la familia.

La niña venía encontrándose furtivamente con un muchachito en los fondos de la casona, allí, dónde los naranjos. El mozo llegó a pedir a Padre visitarla con intenciones sentimentales. Una chiquillada. Como si uno se casara por amor, faltaba más.

Lo mejor era el viudo. Sin embargo, Mariquita se paró en sus quince recién cumplidos y dijo: No. No, vuestra merced (la niña, claro, no tuteaba a sus mayores). Ya le pasará, pensó Padre, y dispuso los esponsales.

Pero la pequeña era un demonio y sabía escribir, lo que prueba lo peligrosas que son las letras en manos de féminas. Escribió, pues, pidiendo que el señor Escribano Mayor explorara legalmente su voluntad.

-¿Queréis?

-No quiero.

Un escándalo, una mancha en el honor de la familia. Padre ahogó el bullicio de las lenguas cotorreras confinando a la descarriada en la Santa Casa de Ejercicios Espirituales. Rezo y bordado, eso calmaría los ardores de ese cuerpo joven. Mariquita cumplió los dieciséis años en una celda monacal.

Dicen que el novio fallido recorría las murallas de la Santa Casa alzándose sobre los estribos para ver a su amada. Al tiempo, harto de no verla, inició un juicio de disenso.

La respuesta de la familia: la boda debía impedirse “aunque haya esponsales contraídos y se haya seguido el desfloro de la virgen”. 

Pero la modernidad estaba a las puertas del Río de la Plata. El señor virrey dio el consentimiento. Hubo boda. Las campanas de La Merced se echaron a vuelo sin darse cuenta de lo que hacían. Sin comprender que un mundo estaba resquebrajándose.

A Mariquita, la pionera, la siguieron Gabriela y Manuela y María Antonina y Francisca y tantas. Al principio, fue una fina rajadura en el muro. La fisura creció, cada vez más rápidamente. Y, de buenas a primeras, llegó a los cimientos de aquella sociedad patriarcal.

Dicen los que saben que aquella revolución íntima de las muchachas que reclamaban sus cuerpos fue un presagio de la Revolución de los rioplatenses. 

Hasta Marica, los Padres eran dueños y señores de los cuerpos de sus hijas, que utilizaban como moneda de cambio para celebrar alianzas con los jefes de otros clanes familiares. Los árboles genealógicos se ampliaban sobre la línea femenina, como los ombúes de la Pampa.  Así se consolidaron fortunas extraordinarias. La condición era que el cuerpo de las personas fuera el cuerpo del linaje, no el de cada cual.

Pero Mariquita gritó su cuerpo.