Los padres no
le querían abrir, pero entró igual. Les levantó las polleras a las señoras que
iban a misa. Incomodó hasta al mismísimo obispo cuando tomaba la sopa.
¿Qué había
sucedido?
Pues que Mariquita
Sánchez, una mocosa de quince años, reclamó su cuerpo. Vaya atrevimiento.
El buen Padre
había resuelto darla en matrimonio a un viudo algo agriado y mucho viejo, pero
excelente partido puesto que permitía una alianza provechosa para la familia.
La niña venía
encontrándose furtivamente con un muchachito en los fondos de la casona, allí,
dónde los naranjos. El mozo llegó a pedir a Padre visitarla con intenciones
sentimentales. Una chiquillada. Como si uno se casara por amor, faltaba más.
Lo mejor era
el viudo. Sin embargo, Mariquita se paró en sus quince recién cumplidos y dijo:
No. No, vuestra merced (la niña, claro, no tuteaba a sus mayores). Ya
le pasará, pensó Padre, y dispuso los esponsales.
Pero la pequeña
era un demonio y sabía escribir, lo que prueba lo peligrosas que son las letras
en manos de féminas. Escribió, pues, pidiendo que el señor Escribano Mayor
explorara legalmente su voluntad.
-¿Queréis?
-No quiero.
Un escándalo,
una mancha en el honor de la familia. Padre ahogó el bullicio de las lenguas cotorreras confinando a la descarriada
en la Santa Casa de Ejercicios Espirituales. Rezo y bordado, eso calmaría los
ardores de ese cuerpo joven. Mariquita cumplió los dieciséis años en una celda
monacal.
Dicen que el
novio fallido recorría las murallas de la Santa Casa alzándose sobre los
estribos para ver a su amada. Al tiempo, harto de no verla, inició un juicio de disenso.
La respuesta
de la familia: la boda debía impedirse “aunque haya esponsales contraídos y se
haya seguido el desfloro de la virgen”.
Pero la modernidad estaba a las puertas del Río de la Plata. El señor virrey dio el consentimiento. Hubo boda. Las campanas de La Merced se echaron a vuelo sin darse cuenta de lo que hacían. Sin comprender que un mundo estaba resquebrajándose.
A Mariquita,
la pionera, la siguieron Gabriela y Manuela y María Antonina y Francisca y
tantas. Al principio, fue una fina rajadura en el muro. La fisura creció, cada
vez más rápidamente. Y, de buenas a primeras, llegó a los cimientos de aquella
sociedad patriarcal.
Dicen los que
saben que aquella revolución íntima de las muchachas que reclamaban sus cuerpos
fue un presagio de la Revolución de los rioplatenses.
Hasta Marica,
los Padres eran dueños y señores de los cuerpos de sus hijas, que utilizaban
como moneda de cambio para celebrar alianzas con los jefes de otros clanes
familiares. Los árboles genealógicos se ampliaban sobre la línea femenina, como
los ombúes de la Pampa. Así se consolidaron
fortunas extraordinarias. La condición era que el cuerpo de las personas fuera
el cuerpo del linaje, no el de cada cual.
Pero
Mariquita gritó su cuerpo.