Parece una
fotografía coloreada a mano. Es la Casa de las Bombas, en la Recoleta, circa 1900.
Los faroles
a gas iluminaban malamente el viejo Camino del Bajo a la Costa, ahora avenida
del Libertador. Detrás estaba el río, pero más cerca que ahora.
El humo de
las chimeneas se veía desde las cúpulas del Paseo del Bajo. El humo era un humo
bueno, apenas el vapor blanco de las máquinas que movían las bombas.
Si uno mira
atentamente reconocerá la fachada del Museo de Bellas Artes, en Libertador al
1400. Debajo del Bellas Artes está la vieja Casa de Bombas refuncionalizada por
el inefable arquitecto Alejandro Bustillo.
A fines del
siglo XIX, la peste había dejado un diagnóstico sombrío: la primera napa estaba
contaminada. La única agua potable era el agua de lluvia que se recogía en
grandes tinajeros de barro en los patios de las casas. Había que sacar agua del
río.
Entonces se
la extrajo del río amarronado (“No importa –decían los ingenieros-, es agua buena” y tal vez lo fuera todavía). Se la bombeó con máquinas a vapor hasta
depósitos de sedimentación y filtrado. Y después se la bombeó hasta un depósito
en la plaza Lorea.
Esto fue
hace ciento cincuenta años. Hoy, casi diez de cada cien porteños no tienen
acceso al agua potable.