En 1861, el año en que murió la
viuda de Godoy Cruz, un
terremoto dejó en ruinas a Mendoza. Foto de José Christiano
de Freitas Henriques Junior, detto Christiano Junior
|
Lo perdía el lienzo muy fino de Holanda para el vuelo de los
puños de las camisas. Y las telas blancas de algodón labrado. Los mendocinos
decían, no se sabe si con admiración o con envidia, que mandaba a hacer su ropa
con piezas de Nankín, la ciudad que se conocía como La capital del cielo en la antigua China.
Coqueto como era, Tomás Godoy Cruz (1791/1852) fue
representante de Mendoza en el Congreso de Tucumán. San Martín lo presionaba
para la declaración de la Independencia. Cuando volvió, fue gobernador de la
provincia.
En 1823, Tomás se casó con María de la Luz Sosa (1797/1861), bellísima, dicen. Las fiestas que daba eran famosas en Mendoza.
El 15 de mayo de 1852, solo, oyendo a lo lejos el bullicio
de uno de aquellos bailes famosos, Tomás murió. Una criada, que había
encontrado el cuerpo sin vida, corrió a la señora, a ver qué hacía. María de la
Luz dio orden de cerrar silenciosamente la puerta de la habitación. Y volvió
alegremente al salón. No era cuestión de entristecer a los invitados.
María de la Luz tenía algo más de cincuenta pimpantes años
cuando conoció a Federico Mayer, que tenía el prestigio de su apellido sajón y
su planta de buen mozo. Quedó prendada de él, dicen. No menos que Aurelia, su
hija, a la que el galán invitó no una sino muchas veces a pasear por la
Alameda. Palabra va, palabra viene, la pareja formalizó.
Tomás prestó su consentimiento al matrimonio. Pero no María
de la Luz, que tuvo una actitud intemperante, casi celosa, diríamos. Dicen las
malas lenguas que porque el mozo le rechazó algunos requiebros no tan
disimulados. De todos modos, los enamorados se casaron y se fueron a vivir al
caserón de los Godoy Cruz.
A poco del fallecimiento de Tomás, los esposos se mudaron a
una finca de las afueras. Por algo sería.
Lo cierto es que, en una de las últimas noches del verano de
1853, Federico y Aurelia salieron de visita a lo de Melitón Gómez, ahí nomás.
En un callejón oscuro, dos figuras negras, camisa arremangada y sombrero alón,
fueron derecho a atropellar al joven. Lo acuchillaron con ganas y, como una
gracia, le metieron dos tiros finales. No querían equivocarse.
Un tiempo después, aprehendieron a los asesinos, unos
Sambrano sin mérito. Gentilmente interrogados, confesaron que habían hecho lo
que hicieron instigados por María de la Luz de Godoy, la suegra enamorada.
En
todas partes se cuecen habas y en las familias, ¡a calderadas!