Martín Miguel de Güemes según Eduardo Schiaffino, 1902 |
Aquella
cara pedía una medalla. Era “un guerrero alto, esbelto, cabellera negra, largos
bucles y una barba rizada y brillante”. Así creía recordarlo Juana Manuela
Gorriti. Ella misma lo admite: estaba embebecida. De modo que aquel recuerdo de
la infancia era, cuanto menos, algo impreciso.
Sin
embargo, esa imagen embellecida convino a los que le buscaron una estampa a
Martín Miguel de Güemes. Porque nunca se supo en verdad cómo era aquel héroe.
En 1821, cuando la muerte se lo llevó de paseo, no había daguerrotipos. Y en la
cañada de la Horqueta no había quien lo retratara. De modo que el guerrero de
los largos bucles era, sobre todo, una fantasía de la niña Juana Manuela.
Pero la
construcción de la Nación reclamaba panteones. Y un rostro, ese signo del ser
de las personas. Entonces le inventaron una cara.
¿Cómo? En
base al fenotipo de los Güemes. El sobrino nieto de don Martín era idéntico.
Una gota de agua, mire. Al menos eso decían en la familia.
También
decían que el primogénito era muy parecido; los mismos ojos. Y ni hablar de la
mirada del segundo hijo; esa palidez tan distinguida. Así fue como el pintor
compuso a don Martín con la barba del sobrino nieto, los ojos del primogénito y
así.
En 1965, el
rompecabezas fue certificado como la imagen oficial. La operación simbólica
había sido un éxito. Ahora Martín Miguel de Güemes tenía el rostro que
necesitaba.