Quién sabe
qué conversan esos dos cocheros sobre el sendero. Uno de ellos apoya una mano
sobre la palmera que, creáse o no, trajeron hace algún tiempito de Río de
Janeiro. Veleidades de los hombres de la Generación del 80.
Todavía los
llaman cocheros de plaza. Lo de Mateos
vendrá recién en los años 20 a propósito de Mateo, el famélico caballo de tiro de
la obra “Mateo” de Armando Discepolo.
Se las
rebuscan, los cocheros. Las familias “bien” ya se ha mudado al norte, ahuyentadas por la fiebre amarilla. Pero el sesenta por ciento de los porteños vive en un
radio de veinte cuadras de la Plaza de Mayo.
Por eso los
cocheros esperan, enamorados de la sombra exótica de las palmeras. Miran sin
rencor a los tranvías a caballo de la Anglo Argentina que vienen por la calle
Victoria (Hipólito Irigoyen, que ahora corre hacia el río). Los tramways están condenados a las vías
metálicas, insobornables. Ellos, en cambio, andan a voluntad por las calles
empedradas y estrechas. Les vendrían bien unas cuantas avenidas para apurar el trote, pero
todavía falta para que se inaugure la primera (la avenida de Mayo, en 1894).
Parece
mentira, pero dentro de unos años, en 1899, estos mansos cocheros harán una
huelga furibunda porque la policía quiere identificarlos con una foto como si
fueran delincuentes. ¡Retraten a los
ladrones!, gritaban. Poco después, los siguieron los picapedreros, los
graniteros, los marmoleros. La paridad peso-oro los había dejado patas para
arriba.