A nuestros próceres los fajaban. Los envolvían en una
interminable faja encima durante los primeros cuatro meses. Parecían troncos
que miraban bizcamente. Después los liaban dejándoles los brazos libres otros
seis meses más. Apenas los desenvolvían cuando se emporcaban y, a veces, ni eso.
Las madres argumentaban que, si se los dejaba sueltos,
incoordinados como son los bebés, podían arañarse, sacarse los ojos. Si se los
dejaba libres, decían, se sentirían aterrorizados al ver su propio cuerpo. Como
ellas, que ni siquiera se desnudaban para bañarse.
Después los lazos se aflojaron. Un periódico de Madrid declaró
que la apañadura de los niños los agarrotaba (en el sentido del garrote vil con
que se ejecutaba a los criminales). La misma postura adoptó el porteño Semanario de Agricultura, Industria y
Comercio, que que en más de una ocasión plagiaba lo que venía de España. A
principios del siglo XIX, don Vieytes mandó decir que los andadores y las fajas
eran costumbres nocivas, poco naturales.
Estas recomendaciones no surtieron un pronto efecto. En
pleno siglo XX se siguió fajando a los chicos, tanto literal como
metafóricamente.
Como fuere, aquellas fajas de los niños eran un anticipo de
lo que serían las sujeciones sociales en la vida adulta. En los tiempos
modernos ya no se necesitaron las fajas explícitas. Había otras ataduras, más
sutiles.