Es muy probable que el cabo Agustín Quiñones no haya ido a
la plaza aquel 25 de mayo de 1810. Debía estar acuartelado a una cuadra de
allí, en el acantonamiento de las Temporalidades (actualmente Colegio Nacional
de Buenos Aires), al lado de San Ignacio, a la espera de las órdenes de
Saavedra.
La verdad, no había nadie. Todas las puertas y las ventanas
estaban cerradas -contó Manuel de Pueyrredón, el sobrino de Juan Martín. Ni un
alma se veía en las calles, el día era oscuro, una neblina densa cubría el
horizonte. Todo ocurría en la galería
de los altos del Cabildo.
No hay más que leer el acta oficial: “…ocurrió multitud de
gente a los corredores de las casas capitulares, y algunos individuos en clase
de diputados se apersonaron en la Sala exponiendo que el pueblo se hallaba
disgustado y en conmoción”. Y los comandantes declararon que ya no podían
sostener el gobierno. Ahí fueron los descomedidos golpes en las puertas y la
grita de querer saber qué se trataba.
Los capitulares pidieron que se presentase un escrito para
proceder sin “el escandaloso alboroto”. El documento estaba hecho y firmado (“en
pliegos separados”, como admitiera Vicente Fidel López) por vecinos, religiosos
y comandantes. Antes de entregárselo a French para que lo llevara al Cabildo,
“se le hicieron algunas adiciones y aclaraciones para que quedara más
terminante”, reconoció López.
No alcanzó. Los capitulares “les advirtieron que congregasen
al pueblo en la plaza, pues que el Cabildo debía asegurar del mismo pueblo si
ratificaba el contenido de aquel escrito”. Ofrecieron ejecutarlo así y se
retiraron.
Pasó un largo rato. Julián de Leiva, el caballero Síndico
Procurador General, salió al balcón principal. “Viendo congregado un pequeño
número de pueblo”, preguntó con cierta ironía: ¿Dónde está el pueblo?
Eso ya pasa de juguete, le contestaron. “Si hasta entonces
se había procedido con prudencia porque la ciudad no experimentase desastres,
sería ya preciso echar mano a los medios de violencia; que las gentes, por ser
hora inoportuna, se habían retirado a sus casas; que se tocase la campana de
Cabildo, y que el pueblo se congregase en aquel lugar para satisfacción del
Ayuntamiento; y que si por falta del badajo no se hacía uso de la campana,
mandarían ellos tocar generala [alerta militar], y que se abriesen los
cuarteles, en cuyo caso sufriría la ciudad lo que hasta entonces se había
procurado evitar”.
Claro como el agua clara: las “gentes” estaban en sus casas
y las tropas en los cuarteles. Estaban disponibles, bastaba tocar a generala
para desatar la violencia hasta entonces contenida.
Lo dicen quienes vivieron aquel 25 de mayo. Como el
memorialista Juan Manuel Beruti: “…las tropas estuvieron en sus cuarteles, y no
salieron de ellos hasta estar todo concluido, y a la plaza no asistió más
pueblo que los convocados para el caso [los 251 vecinos “respetables”]…”. El
historiador Vicente Fidel López: “La verdad es que había poco pueblo”.
Y sí, hubo poco pueblo. Ya vendrían los tiempos en los que
el pueblo (en sus múltiples acepciones de bajo
pueblo, plebe, el común o como se quiera) intervendría
activamente en los conflictos políticos. Entre 1810 y 1820, saldría tumultuosamente
a las calles.
No hay que ir muy lejos. En abril de 1811, los orilleros,
los hombres de poncho y chiripá que venían de las quintas suburbanas, pusieron
en caja a los morenistas. En diciembre, el llamado motín de las trenzas encubrió otros resquemores, esta vez rivadavianos.
Agustín Quiñones, aquel cabo que el 25 de mayo de 1810 estaba
disponible en el cuartel de los Patricios, participó del motín. Fue fusilado en
la plaza de Armas una madrugada del 11 de diciembre de 1811 junto a otros diez
camaradas. Su cuerpo fue colgado a la exposición pública para que la sociedad
aprendiera qué pasa cuando el bajo pueblo se mete donde no lo llaman.